jueves, 7 de octubre de 2010

SIETE BOTELLAS VERDES



6 junio de 1958

La Mariposa, esa mañana, amaneció sin agua. Cuando abrí los ojos sentí el calor sofocante que salía por mis fosas nasales y el sudor colándose por detrás de mis orejas y humedeciendo mi pelo. La pijama se me pegaba en la espalda y, aunque dormí sin cobijas, las sábanas que me recibieron con frescura la noche anterior, amanecieron calientes y pesadas.

El sol que madrugó en Caracas se filtró por la ventana con tal candor que el tiempo se confundió en mi cabeza. Miré el reloj con ansiedad y dudé que en realidad fueran las seis de la mañana. El sol se alzaba en el horizonte altivamente y prendí inmediatamente el radio para constatar qué horas eran en realidad. Podrían ser las 12 del medio día y supuse que el sol se burlaba de mí al verme correr hacia el baño con rabia, apurada y sofocada. Sólo esperaba poder sorber un poco de agua y apaciguar la resequedad que ya rasgaba las paredes de mi garganta. Cuando abrí la llave del lavamanos un pequeño chorro de agua café y caliente salió como un último suspiro. Después sonó como si alguien escupiera un poco de flema y no corrió nada más. Ya no había agua.

Desde la semana pasada había escuchado en los boletines radiales como La Mariposa estaba a punto de quedar sin agua. Los calores eran abrasantes y el nivel del agua comenzó a disminuir alarmantemente en la represa. Cuando el INOS (Instituto Nacional encargado de los servicios de acueducto) anunció entonces que en La Mariposa sólo quedaba agua para 16 días, decidí guardar unas cuantas botellas con agua en la cómoda bajo el lavamanos.


Ese seis de junio en que el sol me saludó con sarcasmo, abrí las dos puertas de madera y observé con suficiencia las siete botellas verdes que, transparentes y enfiladas, me hicieron sonreír a pesar de que los labios me dolían cuando los estiraba. El agua que contenían me hizo sentir importante. Sabía que la vecina del 207 que viste camisones amplios con flores de colores disímiles no tenía siete botellas verdes con agua bajo su lavamanos. La imaginé con el pelo entre los dedos y arañándose los cachetes, con sus siete perros ladrando con desespero a sus piernas varicosas y con espuma blanca en sus fauces.

Las siete botellas reposaban altivas bajo el lavamanos y decidí tomar una para ese día y las otras las encerré bajo llave. Caracas ya llevaba una semana en alerta y yo había estado tranquila porque tenía siete motivos para no preocuparme.

Mojé una pequeña toalla facial con un poco de agua y me limpié la cara. Humedecí mis labios y sentí como un chorro de agua helada que sabe a piedra, chocaba contra mis dientes y acababa con mi sed. Cerré la botella nuevamente y la guardé en la nevera. Tenía que ir a trabajar, Caracas había suspendido el suministro de agua, 79 años después de la última vez, pero no tenía derecho a dejar de funcionar.

La oficina esperaba por mí, así que me arreglé y me perfume mucho bajo las axilas para evitar los malos olores en el ascensor del edificio de comunicaciones.

Cuando salí a las calles me impactó el calor que sentía en las suelas de mis zapatos. Los tenis no eran de muy buena calidad, eso lo sabía, pero el asfalto estaba tan caliente que veía como el pavimento comenzaba a derretirse y era un chicle negro y pegajoso el que reposaba bajo mis pies. El cielo se alzaba sobre mi cabeza limpio y resplandeciente. Ni una sola nube caraqueña quería asomarse a saludar. Los árboles que dividían las aceras olvidaron sus flores en los recuerdos que teníamos en la cabeza de lo que alguna vez fue Caracas. Sentía la sed fluir por entre esos tallos resecos y olvidados que se hacían llamar árboles.


Llegando a la esquina de la calle que daba paso a la Plaza de la Estrella me crucé con la vecina del 207. Traía a sus siete perros, cada uno amarrado de una correa de diferente color, que en conjunto, hacían juego con su inmunda bata. Me saludó y vi como los animales arrastraban un inmenso botellón de agua mineral que había comprado en la esquina. Al llegar a la Plaza noté como la inmensa fuente principal seguía funcionando, pero habían acordonado la zona para que las personas no se acercaran a tomar el agua que retoñaba del suelo.

No entendí como la vecina del 207 había conseguido un botellón inmenso de agua, cuando en la tienda había una fila larguísima de gente procurando conseguir una gaseosa o un jugo de caja, todo porque la alerta máxima la habían puesto la noche anterior.

Un mes atrás, cuando corría el mes de mayo, dieron la primera alerta. El INOS comenzó por reducir los suministros de agua. Primero, la teníamos disponible sólo por medio día, después, redujeron el tiempo a una hora diaria, y en ella debíamos recoger la suficiente como para que por lo menos nos pudiéramos asear y mojar los labios.

Cuando pasé por el lado de las personas que hacían cola frente a un expendio de bebidas, sonreí al recordar las siete botellas de agua que tenía filadas y guardadas bajo llave. Sentí pena por quienes esperaban para que les vendieran un poco de jugo de durazno, pues sabía, que el último botellón de agua se lo había llevado mi vecina para ella y sus siete perros.

En la primera bomba de gasolina que encontré, varios autos esperaban con los motores humeantes a que los dependientes pudieran atenderlos con un poco de agua. Pero agua no había y el tráfico se paralizó. Mientras caminaba, los trancones y el calor me convencieron nuevamente y decidí, por tercera vez en un mes, que jamás compraría un carro. La ciudad estaba desolada. El único que caminaba junto a mí por las calles de Caracas era el sol insoportable de las nueve de la mañana. Los bares estaban cerrados “por falta de agua”, los restaurantes, las pizzerías y hasta los colegios interrumpieron sus actividades.

La sequía llegó a su punto culminante después de dos días sin agua. Me quedaban cinco botellas y media porque tuve que lavarme un poco el pelo, que comenzaba ya a engrasarse. Desde Estados Unidos enviaron aviones cargados con agua y el país funcionó entonces con relación a lo que sucedía en Caracas. Los camiones cargados con el preciado y extrañado líquido encontraron muchas trabas en su camino hacia la capital y se supo de camiones que fueron asaltados y robados. En las fronteras vendían clandestinamente un litro de agua a 20 bolívares.

Esa noche revisé con cautela mis cinco botellas de agua. Había regado un poco la hortensia que tenía en la ventana y me di el lujo de beber dos tragos helados, porque la garganta comenzaba a molestarme.

Suspendieron el servicio de televisión y de radio. La ciudad no era inundada más que por el insoportable olor a muerto que expelían las cañerías y los sonidos de algunos pájaros lejanos. Los siete perros de la vecina comenzaron, al tercer día, a ladrar con tal desesperación que sentí cuando ella abrió la puerta y salieron los animales despavoridos escaleras abajo en busca de agua. La vecina quedó desolada con su inmenso camisón y no hubo lágrimas que salieran de sus ojos cuando sus únicos compañeros la abandonaron porque no tuvo más agua para darles.

El olor se acrecentó al día siguiente cuando me levanté empapada en sudor y con las piernas encalambradas. Había escuchado en la plaza, que varias personas habían muerto cuando intentaron cruzar el camino que llevaba a Mérida. Abajo en la calle algunos estudiantes de la universidad pública demandaban agua y comida al gobierno, pero no había cámaras que los anunciara y supe entonces que nadie escuchaba su voz. Ya habían pasado cuatro días desde que comencé a beber mis siete botellas verdes. Quedaban sólo dos y no sabía cuantos días más habría de sequía. Decidí quedarme en casa el resto del día. En la distancia un silencio, insoportable al igual que el sol, abrasó lo poco que quedaba de Caracas.

En la noche cuando el desespero me había tomado por completo decidí que iba a terminar con las últimas dos botellas de agua. Abrí la ventana y observé la ciudad muerta. Sin árboles, sin fuentes de agua, sin luces en las ventanas y sin personas en las calles. Caracas estaba muerta.

Esperaba que tal vez una ráfaga de aire refrescara un poco mi cuerpo. Tomé las dos botellas de agua y las regué sobre mi cabeza. Caracas se dibujó en el horizonte y escuché el sonido del mar que a dos horas de distancia me refrescaba los oídos. La primera botella abanicó mi rostro y un poco de la espalda. La segunda bajó y enfrió mis piernas y el abdomen.


Cuando una ráfaga de aire tibia volvió y rozó mis mejillas entonces escuche un pequeño tintineo en la baranda de la ventana. Tenía aún los ojos cerrados cuando supe lo que sucedía. Caracas revivía. Alineé en la baranda las siete botellas verdes que ya vacías, comenzaban a recibir el agua que caía del cielo, “para una próxima ocasión”, pensé, mientras el agua se colaba perfectamente por entre las siete pequeñas boquillas que miraban al cielo.


Inspirado en el texto "Caracas sin agua" de Gabriel García Márquez

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