viernes, 27 de marzo de 2009

jueves, 19 de marzo de 2009

PERDIENDO EL TIEMPO


Ese martes el cielo no pintaba azul oscuro, era un día pálido, como sin ganas de existir. La lluvia imperceptible, caía sobre mis mejillas Y recordé las blancuzcas mañanas de finca, cuando era pequeña y las palabras no me costaban tanto. La noche anterior había quedado en verme con él. Creo que ya era hora de conocernos. Decidimos existir ese martes que no quería ser, que era demasiado blanco y demasiado gris para ser real.


La Plazuela de San Ignacio me recibió con el inconfundible currucutear de las palomas. El centro de Medellín se caracteriza por ser una constante explosión de color y de olor, que transporta los sentidos inmediatamente a otra dimensión. La Playa huele a tierra mojada, Junín a flores marchitas, El Parque de Bolívar a incienso camuflado y La Avenida Oriental a humo condensado. La Plazoleta queda cerca a la Oriental, dos cuadras subiendo hacia las Torres de Bomboná, y aunque un poco del olor oriental se filtra sobre sus suelos, la Plazoleta huele a espera, a tangos amarillos y a tintos cargados con tres de azúcar.


El Paraninfo de la Universidad de Antioquia, es una pequeña pincelada de amarillo y verde en medio de una pared grisácea, en la que se camuflan La Iglesia de San Ignacio y El Claustro de Comfama. Mis ojos se detuvieron en su imponente pórtico, e imaginé la fuente central, los árboles con flores de azahar y el olor a hierba fresca. Los Jesuitas fueron los primeros en poblar el lugar, allí instalaron sus colegios y sus doctrinas. Sus pies descalzos fueron los primeros en caminar, sin prisa, por los recovecos del lugar.


No sólo el cielo estaba gris, eran grises las palomas, los adoquines y los ojos de los ancianos que fumaban mientras esperaban que del cielo, tal vez llovieran palomas muertas, porque aunque las nubes ocultaban el azul del cielo, unos pequeños rayitos de sol comenzaban a asomarse por entre las hojas de los grandes sauces. Las nubes tal vez querían, pero quienes esperaban, sabían que no era todavía el momento para empezar a llover.


Tenía ganas de tiempo y el reloj de la Iglesia estaba detenido. Las horas en blanco y negro dejaron de correr desde hacía rato, y al igual que el cielo, ese martes cobarde el tiempo tampoco tenía ganas de existir. Las manecillas del inmenso tablero marcaban las diez y media. Supuse que varios años habrían pasado desde que el tiempo se detuvo entre el aleteo incesante de estas palomas. Podrían ser cinco, tal vez más, los años en los que en este parque siempre han sido las diez y media. Las bancas del lugar estaban llenas de esperanzadores. ¿Y si la hora del encuentro era antes de lo escrito? Pensé en Juan Sebastián, pues habíamos quedado de vernos a las diez. ¿Será por eso qué siempre llegamos tarde?


Pienso que tal vez por eso las esperas son eternas en este lugar. Los cigarrillos no alcanzan y las flores que una anciana de mirada afelpada vende en una esquina cerca al Paraninfo, no son suficientes para alegrar las monocromáticas horas de esta plaza. Porque aquí pareciera que todos los relojes se detienen, incluso los corazones dejan de latir con fuerza. La escena es una eterna quietud, todo es lento. El caminar de un mendigo que busca algo de comer es tan rápido como el suspiro de una mujer de pañoleta violeta, que en una esquina, espera por alguien. Aquí, hasta las palomas parecieran dormir cuando se posan cerca al inmenso reloj de iglesia.


Pero no, no estaban dormidas, hoy estaban atentas, como siempre están cuando currucutean en las noches sin luna o en las mañanas pálidas, que como hoy, están cargadas de silencios que pesan, por lo grises y salados. Me pregunto ¿Por quién esperan las palomas? Y pienso que tal vez esperan por mí. Ellas están siempre expectantes. Aún cuando sus ojos se cierran ante el clamor de la luz del sol, están pendientes, impacientes a encontrar cuellos calientes, porque las palomas besan con los cuellos, picotean con gracia por entre las plumas y acarician bajo la garganta. ¿Qué es lo que ven ellas en las gargantas?, imagino que cuentan los segundos cada que mueven los cuellos. Besan con tiempo ¿o sin él?


Me digo que debo dejar de pensar en palomas grises porque hay una calle que espera por mis palabras para contarse en el tiempo. No sé por qué, hoy todo lo veo gris, a pesar del azul intenso de mis converse, que contrastan cuando camino sobre el pavimento.


La mujer violetta espera en una esquina a que la rescaten de lo inmutable. Un policía verde sonríe a un grupo de estudiantes azules que quieren recorrer una calle que desconocían y que creían era un mito urbano. Hacia el sur caminan sin prisa, algo de la Plazuela San Ignacio les quedó enredado bajo la camisa.


¿Dónde estamos?, pregunta una alumna de sonrisa simple. Aquí empieza Niquitao, atrás dejamos la calma, La Antiquaria está cerrada, es que aún no son las nueve de la mañana. Un pabellón de litografías precede la calle que no tiene olor. Niquitao la calle sin referentes en la cabeza, la calle oscura, la de los albergues y los N.N, la de los colegios y los asilos. La verdad es que es una calle sin alma, ella toda gris toda cemento, no es más que puro tiempo desmembrado.
Es que cada calle de la ciudad es una pequeña Medellín en miniatura, un pequeño ser humano fragmentado. Unos cuantos pasos y de litografías pasamos a peluquerías, después talleres, ventas de minutos, sacoleros, cementerios, colegios, casas abandonadas y perros mugrientos calentándose al sol.



Algunos carros cruzan con rabia sobre los charcos del aguacero de la noche anterior, y entonces el corazón también calla. Aquí no hay tiempo, pero no porque la espera lo congele, sino por la rapidez con la que se llega a la otra esquina. Ya más cerca a la Calle del Palo. Giramos a la izquierda y un vendedor de periódicos del Polo Democrático Alternativo, aparece absurdamente combinado con la pared de un Parqueadero Público. El hombre tiene un chaleco y una gorra amarilla, el fondo es una pared negra con franjas también amarillas. La paradoja de lo absurdo llega disfrazada de amarillo, en medio de tanto humo negro y tanto gris. Pienso en una esperanza cortazariana de esas que se cuelan con despacio por entre la garganta para posarse en mitad del corazón.


El camino que le sigue a la esquina de la esperanza, es el de la total desesperanza. Un niño sin camisa duerme sobre una alfombra de cajas de cartón, un cuerpo anónimo se esconde bajo una sábana vieja, olor a bazuco y a marihuana invaden el aire. En las esquinas hay motos viejas que ya no tienen arreglo, pero que se venden como nuevas. De pronto, Niquitao se va acortando y llegamos a los huesos, aparece imponente el gran asilo: elegante y limpio.


El tiempo se acomoda con fuerza sobre mi cabeza y me imagino vieja y deshecha. Con el cabello blanco, o tal vez gris. ¿Cuántas edades esconde una calle, cuántos tiempos reposan en sus paredes?, la loma termina en el antiguo Cementerio de San Lorenzo, ya destruido, casi en ruinas, esperando también por su recuperación. Las Fosas desocupadas saludan por entre las rejas, la muerte huele a hierba marchita, a flores podridas, a espera consumada.



Quiero pensar que ya no hay nada más, esta historia fue una línea de tiempo. Una espera que se cree eterna, una necesidad impetuosa por vivir con rapidez, por sortear el camino y no dormirse en el trayecto para después terminar sonriendo, con los labios al sol, cuando ya la muerte nos cobije con su manto blanco.



Faltaban diez minutos para las diez y ya estábamos llegando a San Diego. La calle se me perdió en la angustia que generaba en mi interior saber que lo iba a conocer. Niquitao existió hasta el Cementerio, hasta su muerte. Así como el tiempo dejó de existir cuando supe que el reloj de la Iglesia estaba detenido, o que en las litografías los segundos se cuentan por cada hoja de impresión.


En la Plazoleta de San Ignacio, el reloj marca las diez y media, Juan Sebastián ya llegó. Al fin nos conocemos, cuando miro el reloj descubro que también son las diez y media. Los tiempos coincidieron esta vez. Decidimos ir a la Fiesta del Libro. A mi me cuestan las palabras, más si el día que se pinta no es azul oscuro, sino pálido y gris. A él no le cuestan en absoluto y aunque no le gusta leer, en su cabeza se pintan historias fantásticas. Esa mañana me contó que por su casa llueven palomas muertas y que no acostumbra cargar reloj.

viernes, 13 de marzo de 2009

NOCHE DE BRUJAS

“Me gustan las flores, sobre todo cuando son amarillas y llueven de los árboles, las sombrillas de colores y el cielo cuando atardece… “, suspiro y un, “…como azul petróleo” concluye el principio. No son las seis de la tarde y clavo los ojos en el camino empedrado. Los Converse negros que caminan junto a mí están destrozados, medio grises. El cielo tiene ganas de llover y el de los tenis sonríe despacio cuando me escuchaba hablar. “Me gusta cómo la luz se filtra por entre las hojas de los árboles y el sonido de las gotas de lluvia al tintinear sobre las tejas y los ventanales”, digo casi sin aire y el me mira y responde en una sonrisa que “A mí en cambio me gustan las sombras que hacen los arboles sobre el asfalto”, y en otra sonrisa se calla. Seguimos loma arriba y las hojas secas que entapetan el camino crujen bajo nuestros pies.



Algunos carros cruzan con rabia y desaparecen por entre la montaña. Recuerdo las mañanas en que, con un balde lleno de espuma blanca, lavaba el carro de papá con una manguera verde que sacaba del patio trasero, mañanas limpias de caminantes y perros sin dueño. Esos días infantiles en los que no me despertaban los motores insoportables de los carros sino la aguapanela caliente y el beso azucarado de mi mamá. Regreso al camino de piedra y mis tenis están sin amarrar, tal vez me caiga. Creo que pronto esta calle de la Loma Las Brujas desaparecerá. Tantos edificios construyéndose camino arriba, tantos nuevos inquilinos, un carro azul, dos blanco, tres amarillo.


Antes, cuando vos tenías más pelo, había una que otra casa finca cerca al Farolito, ahora hay proyectos de constructoras y nuevas urbanizaciones que pretenden hacer negocio en este vividero. Me vi pequeña, llena de nostalgia bajando al Parque de Envigado y caminando sin miedo por la mitad de la calle. Me perdí en el viento y apareció Doña Bere, la vecina que siempre ha esperado, a ella se le fue la vida mirándonos pasar. Unos tangos amarillos surcan el camino a casa, Doña Bere está hoy en la ventana, Sebastián la saluda con media sonrisa. Qué triste se ven los que esperan, me dice en una mirada y continuamos caminando.


Esa tarde nos habíamos visto en el Parque de Envigado. Bajé a tomarme un tinto y a leer un rato en El Pasaje. Él decidió fumarse unos cigarrillos en la fuente y de casualidad nos encontramos. Le dije que pasara a comer, que mi casa siempre estaba abierta y se demoró más en apagar el cigarrillo en el asfalto que en una sonrisa decir que “listo mujer, de una”.



Llegamos a la portería y entramos por la puerta delantera; según mi primo, sólo entro por delante a la gente importante, que porque a él lo escondo y lo mando siempre por la de atrás, por esa ventana que se cree puerta hacia un patio oscuro que una hamaca amarilla, divide por la mitad; ese de los cuernos colgantes, el patio húmedo, el solar con cuadritos de finca y una virgen vieja; el patio que pronto voy a convertir en un estudio de arte, ese que da al salón social y que se conecta con la portería en unos escalones de ladrillo, verdes por el musgo y terrosos, que se meten a la fuerza por entre unas matas de flores blancas y pasan cerca a la ventana de la cocina de la primera casa de la unidad, en dónde siempre, siempre, huele a guiso.


Esta vez, entro con Sebastián por la puerta principal, imagino la cara de mi primo en el horizonte reprochándome como un fantasma y con una risotada lo espanto. Justo en la entrada, cerca a la primera casa y el guiso, se quedan sus ojos colgados en el nombre del lugar: “Las Brujas”, que evoca entre sus letras una ciudad belga empolvada en sal, escobas de piernas largas, narices verrugosas y risas estridentes. No sé que piensa pero me gusta, después se pierde en las margaritas y en los pinos, en la banca de parque y en las lámparas que en las noches reemplazan la luna. Tres perros lo saludan, pienso que es hora de comprar un labrador mientras él pregunta que si “¿mujer y estos perros no muerden?”, le digo que no.


Podría parecer el cuadro de una villa perdida en medio de la nada. Tal vez triste y taciturna. Algo patética y a veces hasta solitaria. Un guayacán que florece en amarillo lo recibe, a su lado el camino que se pierde en la reverberación del viento a lo lejos y entonces aparece La Casa Verde, la Casa de Álvaro Villa. En esa imagen se queda sin aire. La saborea como se mira a una mujer hermosa: primero salta con sus ojos oscuros sobre los escalones de ladrillo que dan al patio central, lugar lleno de arboles florecidos y ropa colgante al sol; después recorre sus muros y su boca se entreabre un poco, se pierde en sus portones de madera y no puede evitar mostrar sus dientes. La pared amarillenta, los curazaos colgando del techo. Las flores moradas que decoran las ventanas. ¿Y esa casa?



Es la casa de Álvaro Villa, el hombre que hizo posible esta historia de cuento de hadas. Aparece su imagen enclavada en las flores, con su cabeza blanca y el overol de jean, el mismo que hace algún tiempo soñó con un lugar que hiciera realidad sus fantasías y que despertara los más hermosos sentimientos, el que ideó un lugar plagado de artistas, escritores y pintores, en donde pudiera reunir a sus amigos.


Vení te muestro la casa Sebas, vení damos una vuelta y te cuento la historia. Tengo ganas de descalzarme y sentir la piedra que hace de camino en mi unidad, pica en los dedos, aruña y está caliente. El garaje, los parqueaderos, más guayacanes. Árboles verdes, escaleras que no van al cielo. Flores amarillas y mucha luz por entre las hojas que tapizan el cielo. “Ahora entiendo tantas cosas, es que estás vos aquí metida” me dice. Caminamos por entre los senderos que se esconden entre margaritas y tangos, eucaliptos, bambúes y pimientos. Olores a especies y a hierba mojada. Nos perdemos en un cuento de niños. Entre columpios y sueños de papel.




- ­¿Hace cuánto que vivís aquí?, me pregunta.
- 21 años, le digo en un recuerdo.


Por esa época mis padres estaban apenas conociéndose. Ella una hermosa mujer de la capital, sobria y elegante, él, un hombre de barrio, médico que vestía pantalones rojos y apretados “muy a la moda” (diría años después). Se conocieron en una brigada de salud, ambos muy limpios y doctores, decidieron después de varias salidas que iban a formar una familia. Buscaron entonces un lugar para vivir.



Mis tías viven a dos cuadras de Las Brujas, en una casita campesina y blanca, con un solar inmenso, guayabos, mangos y bifloras. Se sientan en el corredor a fumar y a jugar cartas. Papá vivió en esa casa cuando el abuelo vivía y estaban solteros, ahora todos se han casado, menos Piedad y Nena que comparten la casa. Papá caminaba hacia el parque y se topó con la unidad en construcción, “Las Brujas”, leyó en un letrero enmaderado que se perdía en un matorral. Averiguó y le dijeron que todas las casas estaban vendidas. Tiempo después el mismo Álvaro fue y lo buscó. Uno de sus amigos debía salir del país y había una casa disponible. Accedió de inmediato.



Las viviendas fueron pensadas para personas con poco dinero. Artistas, pintores, Músicos y escultores. Todos los amigos de Álvaro integraron el grupo de vecinos. Mis padres, ambos médicos, fueron los únicos “especímenes” extraños que en un principio llegaron al lugar, en la boca de mi papá “los más arrabaleros de aquí somos nosotros”. Tiempo después vine al mundo y los fantasmas que habitaron estas casas de ensueño también se fueron mudando y se fueron muriendo, como Álvaro.




Cuentan mis padres que él siempre sonreía, que todo en él era blanco. El pelo, los dientes y hasta el alma. Así como lo veo ahora ahí hecho fantasma, parado en el marco de la puerta verde. ¿Espera él también con su camisa de cuadros? A Álvaro lo secuestraron en julio de 1987, creo que en casa ya no lo esperan. Su familia se fue del país. Cuando era pequeña recuerdo una noche en que proyectaron su imagen en una de las paredes de la casa, se habían reunido los amigos a verlo. De esa velada recuerdo su sonrisa inmensa en una pared enladrillada. No querían olvidarlo tan fácil, me pregunto si aún lo esperan y en una sonrisa irónica me contesto. Él ya se fue del todo, nunca entregaron su cuerpo, alguna vez escuché que enviaron a sus familiares un dedo índice en un sobre, ahora pienso que dadas mis situaciones memoriales, lo más probable es que sea un cuento infantil. Sólo queda el fantasma de su recuerdo en las paredes de este pequeño condominio enclavado entre unas montañas verdes.



Los amigos se fueron. Los saxofonistas, los pianistas se han ido marchando. Creo que a quienes crecemos en esta unidad se nos anida en el pecho algo más que la atmosfera rural que irradian sus piedras. Algo de músicos, de poetas y de locos tenemos los de aquí. Las casas son muy diferentes a las que asedian la ciudad, y se me antojan casas de ladrillo y cemento que emparedan galletas, y chocolates y bastones de caramelo. Sé que no me asustaría si apareciera alguien disfrazado pidiendo dulces, eso es cosa de todos los días.



Son casas tan pintorescas, que juntas, parecen una villa vieja estancada en el tiempo. La ciudad perdida de Hansel y Gretel por donde camina un silencio sacado a la fuerza de una cuento de hadas.

Entre las piedras que silenciosas escuchan el murmullo de la Ayurá, siento la mano de Sebastián tomar la mía cuando llegamos a casa. El viejo Villa camina despacio. Creo que nos sigue, Sebas ni lo ha visto. Los caminos empedrados nos habían llevado por muchos lugares, entre perros y bicicletas, gatos y patinetas, quise mostrarle un pedacito de mi vida hecho piedra y color.



Llegamos a mi casa. Tres pisos, ladrillos que atardecen, tejas grandes y muchas flores de colores a la entrada. Parece un granero o una casona vieja. Las escaleras de la entrada con marquesinas azules, la puerta de madera, el espejo, las hortensias en agua, adentro el comedor, la cocina y la sala. El patio trasero. Escaleras que ascienden sin ley. Los cuartos, mis cuadros, la cama de los papás. Toda mi vida está metida en cuatro paredes. Estoy pegada en los posters que hay en la biblioteca pero Sebas aún no ha subido, no quiere mirarme. Estamos en la puerta, inmóviles como en una foto en blanco y negro. Aún no la hemos abierto. Toma aire y “¡Uy mujer!, esta casa es perfecta para cometer un asesinato”.








sábado, 7 de marzo de 2009

CARTA PARA UNA SEÑORITA VOLADORA


¿Sabía usted que una ensalada de pétalos con un poquito de aceite de oliva y linaza... es buena para la memoria?


A veces la cabeza esconde las cosas y las guarda en cajoncitos secretos, para que uno de vez en cuando juegue a las escondidas. Hace falta en el nuevo mundo la costumbre de jugar con uno mismo.

Ahora, que es menos que mañana y un tanto más que ayer, estoy jugando a ser escritora de mentiras. Esto lo hago con el fin de aflorar sentimientos, pero pasarlos desprevenidos al papel en forma de juego, de Rayuela.

A usted china, desearle una sobredosis de mariposas y muchos dolores de estómago a causa del buen amor. Muchas risas escandalosas de esas que espantan palomas, pero que no las mata (porque vos ya no necesitas de palomas muertas).


Por favor pensá en los apodos de los profesores que dan clase, para que sonrias un ratico y te acordes de mi. Yo que despierto el lado malvado y bufón de vos. Queridisima señorita, cuidemos nuestra bolita de cristal, que nosotras tenemos derecho a nuestro mundo de óleo y de elefantes rosados.

Tomate la receta para la memoria, y así podás recordar que de vos y él sólo debe saber la luna. Recordá que tu historia ahora no es un sueño, y por eso no es bueno que ande revoloteando entre muchas bocas.



Te espero en unos meses para una existenciada casi añeja, para que dibujemos nuestro cine de colores y para comparar cuál de las dos está más grilla.



Gracias por todo el tiempo,
el café,
el brillo labial,
el chicle,
vos.



Fichina Gippie

martes, 3 de marzo de 2009

EL SUICIDIO


El cielo hoy no está azul, no debería pesar por lo blanco y nebuloso, pero lo siento en la garganta como una piedra de sal, el cielo se queda pegado en la lengua y no tengo un vaso de agua para poder tragar.


Hoy me levanté con los ojos vidriosos por la neblina matutina y reconozco que soy una cobarde y que tengo miedo a levantarme, ni el derecho ni el izquierdo me muestran otro camino, no hay diferencia alguna en los pies que pisan la baldosa de hielo.


Bueno, reconozco que desde siempre lo supe, siempre supe que era una cobarde, pero ignoré mi situación y la pinté de amarillo y ahora me doy cuenta que no tengo otra opción que quejarme bajo cuerda, con un café sin azúcar y tal vez algún cigarrillo, de lo irremediable que es la vida y lo poco que mis manos pueden hacer para cambiar el destino inefable que ya elegí.


¿En qué momento decidí enlistarme a las filas universitarias para llenar los puestos de trabajo? ¿En qué momento opté por quedarme enclavada, mirando como los pajaritos vuelan por encima de mi cabeza, mientras yo tengo que rendirle cuentas a los que dicen que me quieren? ¿Por qué no dejarlo todo y salir corriendo? Aún no entiendo qué me ata a estas piedras, no hay nada que me impida surcar los mares del tiempo en un barco de papel... pero aquí estoy: comiendo lechuga y carne en salsa de piña, con los pies calientes en unos tenis cómodos, mientras la vida, una montaña de queso, se va derrumbando bajo el sol.


Decime vos, ¿en qué momento decidiste sentir pena, o comer con la boca cerrada, o entrecerrar los ojos con fuerza cuando una luz se te aparece en la carretera?, ¿Decime por qué dejamos de soñar con cambiar el mundo? ¿Por qué decís que no se puede? ¿Quién carajos nos dijo que todo tenía que ser como es?


Ya es más fácil encerrarnos en casa, prender el televisor y tomar una copa de vino para hablar mal del presidente, y decir que Chavez está loco y que la crisis nos ha afectado terriblemente. Es más fácil eso que salir a la calle para pintar en una pared que está triste y gris algo asi como “maldita sea el paraíso un tanto infernal que me parió” o “abajo la represión” o alguna otra vaina que nos haga sentir que estamos vivos. Preferimos comernos las palabras y esperar que se nos vinagren en la boca para escupírselas a alguien años después.

Me siento frente a la ventana y el cielo no hace más que llover. Afuera los autos pasan y siento pena. Pena por ellos y por mí. Pena por los que creen que basta con trabajar, trabajar y medio vivir, pena con los que no lloran y pena por los que, como yo, no pueden llorar.


¿En qué momento? ¡¡Decime vos!! ¿por qué lo hiciste? ¿por qué lo hice yo? ¿Dónde quedaste carajo?, no sé en que parte de este camino me perdí y extravié ese hilito que me ataba a un mundo de colores. Nunca me dijeron que crecer iba a ser tan difícil. ¿Sabés que quisiera hacer hoy?... caminar descalza bajo esta lluvia mientras me como una paleta de limón… mejor si son las 10:15, porque por ahí dijeron que mataban a quienes estuvieran por la calle a eso de las diez.