sábado, 20 de marzo de 2010

LAS BABAS DEL DIABLO

“Basta elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar las cosas de tanta ropa ajena”

Julio Cortázar

Accedió a bajar después de ofrecerle unos cigarrillos. Al principio se negó sin decir palabra, con el silencio gris e insatisfecho de un tempano de hielo. Pero tras un coqueteo inútil bajó. Lo hizo con gracia, como si fuera un piano cayendo del cielo, como una vedette marchita de labios carmesí, como si fueran los ojos de la Hepburn colgando de una lámpara, como si Fellini se deslizara al infierno. Bajó sacándome la lengua por entre sus lentes como Einsten. Se escurrió como una putica extraviada haciendo pucheros.

No sirve para nada. Está vieja y tiene el vientre empolvado. Ciega ante el olvido en el que vive, carga con la historia de una Alemania Oriental y sepia en sus entrañas. ¡Cuántos hijos habrá dejado atrás! La imagino inmigrante embarcada y cargada en sueños, toda luz, toda canción. Llena de una vitalidad que explota cada que abre sus piernitas al rayo del sol.

YO: ¿Y qué contás? (le dije mirándola de frente, como pocas veces nos habíamos visto desde que la traje a vivir conmigo)

FELICA: No mucho, ¿no ves que me tenés mirando el techo? El único horizonte que conozco es el que hay por encima de tu cabeza. A veces el humo del cigarrillo aparece como un dibujo que nace en el aire, y entonces soy feliz porque siento que estoy viva. No sé para qué me recibiste si no me ibas a poner a funcionar.

Recuerdo el día en que la vi por primera vez, con los ojitos entrecerrados mirando un punto existente sólo dentro de sus pupilas. Estaba exhibida en una vitrina, como una de esas mujeres en Holanda que, desnudas tras un cristal, se ven mucho más provocativas. Y así estaba ella, con la elegancia desbordante del metal que le rodeaba la piel, el erotismo desenfrenado de sus perfectas curvas en un cuero ajustado y su boquita de lente haciendo un puchero.

- Señor, ¿cuánto cuesta esta cámara?

- Dígame cuánto tiene

- No, no tengo un peso

- Entonces llévesela, se la doy por eso

La vendieron por menos de nada, como si fuera la puta de Clint Eastwood, esa a la que le cortaron la cara.

A cambio le di al hombre de mirada triste una ilustración en tinta china. En ella, mi cabello al aire enmarca una cara sin rostro, como un fantasma. Fue el dibujo que, todo blanco y todo silencio, estuve entregando por mucho tiempo cuando me pedían una foto para conservar mi recuerdo.

FELICA: ¿Para qué me recibiste entonces?

YO: Me recordás a alguien.

FELICA: Sí, eso es lo que usualmente hago. Entrego recuerdos en un abrir y cerrar de ojos.

Entonces regresé a la brisa caleña, al azul petróleo del lago Calima al atardecer, a la tortuga triste de mis primos, al Japón perdido y a la tarde en que nos escondimos bajo las escaleras y que, entre trajes de buzo, patines viejos y cartas amarillas decidimos inventar una historia que sabía a palmeras de viento y a sal. Los diminutos trajecitos que mis primos vestían bajo el mar me hicieron pensar en corales extraviados bajo un suelo arenoso. Mientras explorábamos el pequeño mundo de cachivaches que se nos ofrecía en cajas de cartón, la vi. Envuelta en una bolsa de tela vieja y bajo unos papeles tiesos por el paso del tiempo, descubrí una Kodak Instamatic 150 con su cajita de flash a la derecha. Me picó el ojo y sonreí. Jugamos a fotografiarnos en la memoria y el click inventado acompañaba las carcajadas teñidas de poses y muecas y pucheros.

Apagamos la luz para perdernos por un instante entre historias olvidadas y callar, quisimos ser sombras azules para que jamás nos encontraran. Sentimos unos pasos cerca y aguantamos la risa apretando con fuerza los labios por debajo de las palmas de las manos y arrugando los ojos como queriendo ver las estrellas. Nos mirábamos y con las pupilas reíamos a carcajadas. Abrieron la puerta. Tomamos aire y gritamos. Apareció el tío arrodillado en el suelo, una cámara vieja en las manos, los zapatos cafés de cuero blando rechinando, click, el flash nos encegueció y gritamos con la risa enredada en la lengua. Click y los ojos achinados del tío Diego nos descubrió gritando a carcajadas con la boca abierta, como si por fin hubiéramos visto un fantasma.

Esa misma tarde me regalaron la primera de tantas. Una cajita negra de la que salían chispas, con la que conocí la iglesia de las Lajas y por la que veía el mundo encuadrado tras un vidrio opaco en 120 milimetros.

Ojo por ojo, nariz por nariz

YO: Me gustan tus ojos (le dije en un intento por hacerla hablar. Miré al suelo y descubrí mis tenis, antes rojos, ahora teñidos de un extraño gris)

FELICA: Sólo tengo uno, mira (y activó el flash que ocultó su imagen tras una cortina de aleluyas brillantes) me gusta pensar que le guiño el ojo al viento. Que me burlo de él, del pasado, del tiempo y de vos. Cuando te capturo llevo conmigo todo lo que sos: este presente que ya perdiste al parpadear. Sólo en mí existe el tiempo, sólo en mí existís plena y realmente. Eres este trozo de inusitada filosofía temporal, este segundo a medio respirar. Cada instante desaparece en un soplo y al punto se convierte en pasado, la realidad es efímera y migratoria, pura añoranza. Vos sos este pasado invertido que en mis entrañas se viste de sepia.

Tras las aleluyas que salieron disparadas de su ojo, aparecieron las pupilas verde-caramelo de mi madre. Tengo los brazos alrededor del cuello de papá, su nariz besa la mía con gracia. Sonríe con ganas, como pocas veces lo hace y me mira directo a los ojos. Acabo de llegar. Regreso a la noche en que me recibió el olor a musgo marchito de Bogotá. La sabana fría se colaba por entre la nariz. La mantecada esponjosa, las vías interminables dibujándose en el cielo. El corazón a punto de salir disparado por entre la garganta. Su silueta en la puerta. Mis zapatitos azules corriendo a su encuentro. Salto en un trampolín y caigo en sus brazos. Nariz con nariz y en un parpadeo inútil pierdo el instante en que los cachetes nos explotan al destello de las aleluyas que salen disparadas y quedamos congelados para siempre. Volví.

Azul oscuro casi cielo

Los pequeños zapatitos azules que antes saltaron en un trampolín, ahora se pierden entre la esponja de arena blanca que precede la inmensa llanura azul. Azul petróleo olivado, Azul de promesas rotas, azul verde, azul espera. Esperanza. El muelle eterno se pierde en el horizonte. Los ojos se entrecierran al contacto amarilloso de las motas de luz que se cuelan por entre los párpados. Papá está de pie, es una sombra azulosa confundiéndose en el cielo. Un ángel perdido en el desierto. Un pecador. Mamá me sostiene en sus brazos y sonríe al infinito. Caminamos sobre el puente de madera hacia el futuro. Alzo mi cabeza de escasos cuatro años y recuerdo las ventanas con jardineritas rojas del hotel. Sólo existimos en este instante en el que el sol desgaja lunares de mandarina sobre el agua. Y yo estoy en medio. Y no recuerdo esa palabra, no logro recordar cómo se dice cuando la luz que cae sobre el agua es suave y es hermosa y es dulce. Sobretodo dulce.

Sin palabras para el olvido

FELICA: Pero háblame, este silencio tuyo me está aburriendo. (y empezó a mover el zoom para adelante y para atrás, como queriéndome enfocar el alma) Regálame un cigarrillo ¿sí? (Se lo clavé entre los lentes y arrugó la boquita mientras lo encendía)

Creo que la odio. Cruzo las piernas, noto el tinte gris opaco que comienza a deslizarse pantalón arriba y mientras enciendo un cigarrillo, me sorprendo al verme las uñas negras. Comienzo a detestarla y tengo ganas de aruñarle la cara. No me salen las palabras. Callo y el silencio gris me embarga. No soporto saber que carga en su vientre con una memoria eterna e infalible, virgen y enrollada, mientras yo pierdo a cada instante el recuerdo que acaba de suceder.

Igual, no sé qué sería de mí si tuviera buena memoria. No podría re-leer a Cortázar y ser feliz como la primera vez. Mi cabeza es una vaina de lo más compleja, algo así como una pecera de vidrio con peces de hielo, o una caja llena de copos de nieve.

Digo que es una pecera, porque el agua va derritiendo los pececitos que ya existen, los pisci-recuerdos se van diluyendo, se van volviendo agua, y de vez en vez, cuando hace frio y se me congela el alma en un suspiro, regresan las viejas formas de los peces alados y entonces recuerdo. Por un instante de cabeza helada llegan a mi memoria imágenes que creía perdidas.

Con los copos de nieve sucede igual, pero como están en una cajita duran más tiempo. Fíjate en las formas: copos de nieve almidonados, como carreteras y tranvías extraviados. Como cristales perdidos. ¿De qué me sirven semejantes recuerdos tan artificiales y estudiados? Tan complicados. A veces no los logro descifrar y se van sobre sus rieles, me abandonan porque son un invento. Son recuerdos de tardes grises, de ilusiones frustradas. Películas que sueño cuando duermo con los ojos abiertos. No son recuerdos de carne y hueso. Esos son pocos. Recuerdo por ejemplo el primer libro que me regalaron, de pasta blanca con ilustraciones en tinta negra y un poquito de azul, recuerdo también mis manos llenas de puntos de colores cuando pintaba con marcadores Prismacolor, o los limones que dibujaba a lápiz, las sonrisas de colegio, los abrazos del papá. Recuerdo las puestas de sol en Ladrilleros, y sobretodo esa, esa de pinceladas rojas sobre un cielo gris. Yo no sé, pero no tengo imágenes fijas en alta definición.

Mi cabeza es más del séptimo arte. Puro cine francés, medio mudo y amarillo. Los recuerdos se escapan en un aleteo y entonces se proyectan pequeños cuadros, a veces de colores, a veces en blanco y negro. A veces mi imagino con una bandada de golondrinas azules colgando de la cabeza, unidas por el cabello a mis entrañas. Digo que olvido con facilidad, pero lo único que hago es meter entre las golondrinas lo que no quiero mantener presente. El simple hecho de saber, o tener la sensación de que he olvidado algo, me hace sentir que ese algo no se ha olvidado por completo, que aun reposa en algún lugar. Que es un aleteo distante y que ese batir de alas me trae a la memoria un olor que no logro descifrar o una sombra que no alumbra, o un nombre de un rostro que no logro reconocer pero que sé que he visto.

Freud habla de una inconsciencia en la que reposan todos nuestros recuerdos. Esas son las golondrinas: mis recuerdos enclaustrados. Esta sensación de olvido lo único que hace es reafirmar una presencia escondida, por eso las golondrinas nunca se van del todo. No te voy a negar que al olvido le temo con todo el cuerpo. Me duele saber que a medida que envejecemos, menos recordamos. No quiero olvidarme tan fácil del mundo. Pero siento que por entre los dedos se me cuelan los recuerdos.

A Cortázar lo pillé la otra noche lamiendo como un gato mis peces de hielo. Me dijo, casi en un susurro, que “no hay más que los momentos en que estamos con ese otro al que creemos entender” y con su erre gutural me repetía que “al final sólo queda un álbum de fotos... de instantes fijos” y así se alejaba, sonriendo, con mis pececitos entre sus garras y un cigarrillo en la boca, como si el olvido para él fuera sólo un chiste.

Caracoles para no olvidar

FELICA: ¿Qué pensas?

YO: Nada. En lo inútil que me parece todo esta payasada del tiempo enclaustrado en vos. No pienso en nada…

Imagino tus ojitos verde-azules perdidos sobre las copas de los árboles que encuentras tras la ventana del hospital. Siempre te gustó echar globos cuando las hojas se mueven con el viento. Sé que así burlas las horas sin que te duela el tiempo.

Ya olvidaron y olvidaste todo.

Sólo queda tu mirada infantil pintada de azul, tus carricoches verdes, el molino de azúcar, la séptima en invierno, tu padre y las cartas de la abuela. El olor a pino verde y tus aretes blancos. La brujería adolescente, el cigarrillo y el tinto bien cargado.

Las arrugas que surcan tu rostro no logran marchitar el brillo de tus ojos. Olvidas tus años y los tiñes de amarillo. Inmortal sonrisa la que brilla en vos Helena.

Te recuerdo en mitad del patio húmedo de la Casa Grande, un buso amarillo mostaza te cubre el pecho y logro ver tu silueta enmarcada como un cuadro opaco. Una pañoleta violeta envuelve tus rizos dorados y me miras. Sé que debo tener pocos años porque ahora eres muy baja, y en este recuerdo te veo inmensa, me miras por debajo del hombro y una media sonrisa se te aparece en la boca. En la mano una bolsa de plástico juega a ser un guante.

Te recuerdo cogiendo caracoles babosos de la pared de piedra que surca el lugar. Con gracia los tomas y el musgo se te pega en las manos, algunas piedritas de tierra te hacen cosquillas en los cachetes y entrecierras tus hermosos ojos verdes. Con gracia los tomas y los arrancas con paciencia, como cortarías una flor para tu viejo. Sé que olvidaste mi presencia, estás sola con tus caracoles. Sola con tus recuerdos.

Un caracol y sobre tus ojos cae la tarde vieja y gris de un martes, dos caracoles y sobre la acera aparece la bruja que mastica un tabaco entre los dientes y destapa las cartas: Un Ermitaño, Dos Enamorados, tres caracoles y tu amiga Ofelia te dice que ella paga, que preguntes, que nada pierdes. Los ojos de la vieja en tus ojos no alcanzaron a ser caracol porque el miedo inundó tus manos. El nombre de él: Ángel... cinco caracoles son tu viejo. El viejo que ahora yace en la cama, esperando que el tiempo se lo lleve. El viejo que no recuerda para no tener que olvidar tan rápido, el que ya no promete amores, el que ya sólo sabe esperar.

Sin memoria sonríes por entre el cristal, sonríes sin pena, porque nada te aturde, lo miras y crees conocerlo, pero nuevamente clavas tus ojos en los pájaros que surcan el firmamento y olvidas al hombre acostado en la cama. Lo encuentras atractivo pero no sabes quién es.

Escuchas a algunas mujeres hablar bajo, las miras y que bellas que son, tienen el color de tus ojos. El verde oliva les tiñe las lágrimas que corren por sus mejillas. Tampoco sabes quiénes son pero ¡qué simpáticas!

No sabes cuánto tiempo llevas frente a la ventana, ni quién te trajo ni qué haces sentada en una butaquita blanca. Pero eso no te preocupa, tienes con los árboles al viento y las fotos amarillas de tu cabeza. Entonces recuerdas lo poco que te queda: los cerezos del Japón en invierno, la neblina del Tibet, tu sombrero de paja, los nietos en la piscina, el hijo que se fue. El vestido negro de tu matrimonio. Tu viejita. Jorge y sus deseos de hacerte monja. Los cigarrillos Kent, el Palacio en llamas, Gaitán tirado en el suelo, el cenicero a reventar, el internado ardiendo, las monjas y tu desprecio, tu casita de campo, el moño inmenso sobre la cabeza de rizos dorados, el vestidito blanco, tu dedo en la boca y tus ojitos verde-azules cerrándose para volver a nacer.

Te imagino sentada en una butaquita blanca en la esquina del patio de la Casa Grande, con la mirada perdida en una ventana imaginaria que da a un bosque verde oscuro y una bolsa de plástico que juega a ser un guante, entonces sonríes y arrancas con paciencia la babosa piel de los caracoles que se niegan a dejar la pared de piedra y vieja de tu mohosa cabeza.

La abuela toma una fotografía desde la ventana. La guarda entre sus pupilas para desecharla a los pocos minutos, cuando me pregunta “mija, ¿y usted qué quiere estudiar cuando salga del colegio?”. Miro sus ojitos tan felices y perdidos, tan viejos e inocentes y vuelvo a las pestañas postizas de Felica, su presencia ISO 120, su memoria en blanco y negro enrollada en sus entrañas. Sí, la odio.

FELICA: ¿Cómo qué en nada?

Y de repente sus piernas se trenzaron sin afanes. Los tacones rojos, las piernas al descubierto sombreadas por unas medias de malla. La falda de cuero, los senos ceñidos tras un corsé. Las uñas pintadas de vinotinto. El cigarrillo en la boca roja. Los ojos negros, las pestañas tupidas y llenas de pestañina. La frente pálida. El cabello recogido con violencia hacia atrás. Los labios sonriendo. Las piernas alejándose en un taconeo inútil.

FELICA: Miráte al espejo (me dice de espaldas)

Y regreso al día que la vi por primera vez. El cielo azul, la vitrina, los ojos perdidos, el hombre de mirada triste, el “Entonces llévesela, se la doy por eso” y como una broma absurda supe que le entregué mi alma a cambio de una máquina de espectros. Ni siquiera la pagué con una foto de carne y hueso. La compré con un billete falso y ahora me está cobrando.

Quedo sumida en mis recuerdos. Simple, vana. En blanco y negro. Unas líneas finas dibujan mi rostro, el cabello al aire, el recuerdo al aire. Sin semblante. Como una ilustración en tinta china. Un fantasma.


YO: Alemania ya se separó ¡Puta!

Y Se aleja. Como si no pudiera escucharme. Como si no quisiera verme nunca más.

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