sábado, 6 de marzo de 2010

DANAE


Cierro los ojos porque duele.

Trato de no decir nada. De quedarme quietecita y apretar fuerte los dientes para no suspirar. Los labios se me separan un poco pero sé que el paso del aire es inaudible. Me muerdo la lengua para encapsular el aire que me conserva fría, una frialdad que requiero para poder ser una diosa. No pedí serlo, pero ya ves, tengo piel de mármol y no quiero que me caliente el sol. Hasta esta mañana, el marco inútil del pequeño orificio superior, dejó velar un pedacito de firmamento constante y limpio, sin gotas de luz.

Nadie sabe qué sucede. Mis padres descansan en la habitación contigua. No quieren ni pueden escuchar. Los imagino sentados sobre el lecho azul ya dividido. No se miran, no quieren mirarse y olvidaron el roce de sus propias carnes hace tiempo. Miran las paredes y sé que tienen miedo de morir muy pronto. Sobre todo mi padre que aunque viejo, le teme a la muerte con todo el cuerpo. Cree que llegará en una patineta a llevárselo de un tajo, sueña con ella, la odia y me odia a mí: supuestamente lo voy a matar.

La tiara de rubíes que recoge el cabello de mi madre, brilla al contacto con el rayo de sol que se cuela por entre los inmensos ventanales de su habitación. Las piedras de oliva incrustadas en su melena, son un puñado de pupilas que le parpadean al tiempo. Mi madre sueña que la respuesta que necesita es una mariposa de tiza que se escurre entre sus rizos de caramelo, que juega tras sus orejas, que le susurra al oído que todo estará bien… las gemas dejan de pestañear y se vuelven de piedra, porque ella me enseñó que las mariposas no existen. Por eso calla y roza con la yema de los dedos su tiara. Uno a uno sus rubíes oxidados. Y cierra los ojos porque duele, y arruga los labios porque duele.

Me siento frente al espejo. Estoy desnuda con las nalgas sobre las baldosas heladas. Recuesto primero la cabeza, el frío quema la espalda, el cuello, los cachetes pálidos. Ahora estiro las piernas y un corrientazo se pierde desde mi ombligo, baja por las piernas, se detiene en las rodillas, las pantorrillas, los talones. Me descubro fría e irreal en el suelo, viva en su contacto. Alargo mis manos y encuentro el manto translúcido que vestí al cumplir los nueve años. Siento con la punta de los dedos el bordado con hilos de oro, leo entonces el momento en que varios pájaros se han quedado sin alas y como piedras surcan el firmamento violeta del velo. Me envuelvo con las piedras que vuelan tejidas alrededor de mi cuerpo. Sé que también son frías al tacto. Como yo que parezco esculpida en hielo. De piel gélida, escamosa y dulce, de congeladas y suaves líneas. Soy de piedra y lo único que parece latir con el calor que no tengo es mi cabello. Una cascada, de lenguas, de corrosquitos de caramelo y fuego. Nunca me lo cortaron cuando era pequeña, y al crecer, quise dejarlo flamear a los encantos del viento. Lo hice porque me gusta sentir el roce diminuto y exacto de sus puntas sobre mi espalda. La caricia inadvertida, el calorcito siempre en la base de la espalda, en esa concavidad que a veces busco a tientas para sentirme viva. Los dos huequitos en los que podría sostener una moneda.

Una moneda. Sí, una moneda.

Miro el cofre que mi padre dejó en el lugar con mi vieja tiara y un anillo. Las dracmas, zafiros y rubíes. Monedas de hielo, círculos de sal. Cuando abro el cofre prefiero no mirar a las nubes que tanto odian verme jugar desnuda, y entonces les doy la espalda. Coloco el espejo de manera que sólo se reflejen las piedras de la pared (nada de cielo) y juego a meterme las monedas en la boca, a lamerlas una a una y colocarlas sobre la piel. A construirme un camino de nieve para escapar de un salto por la ventana siempre abierta.

Una moneda.

Tengo sobre mi lengua la más grande del cofre. Me gusta el sabor a corrosión, a buque lamoso, a hierro. Olvido la ventanita y no veo el firmamento azul que comienza a pintarse tras las nubes. Ellas se alejan. Me dejan sola.

Me recuesto en el piso y coloco una de ellas sobre cada pezón, tan frías, tan indiferentes, como si mis senos fueran ojos, y estuviera pagando mi viaje a través de la Estigia. Los dedos buscan las concavidades de la espalda y, ahogada en un grito, encuentro el infierno en el ombligo de una moneda. Ruedan del cuello hacia el sur. Hago círculos alrededor de los pezones pupila, sigo las venas, el ombligo, la pelvis, el vello y la moneda es una rueda diminuta al entrar. Los labios se entreabren y entonces, para no gritar, me abrazo las piernas con fuerza.

Cierro los ojos porque duele.

Ahora duele, ahora que las nubes dieron paso al cielo azul mediterráneo. Ahora que el horizonte se ha dado la vuelta y un mar de monedas desciende flotando sobre los rayos del sol que penetran por primera vez. Mis manos se trenzan en un intento inútil por encontrar placer en los pechos, vírgenes al tacto caliente de mis dedos, y los aruñan. El vientre es un campo de espigas color mostaza al sol. Mi cabello está recogido por unos diminutos hilos grises que alcancé a enrollar antes de que él llegara; entonces no siento la espalda, el cosquilleo me llega por entre las piernas. Una a una, van enfriando los tobillos, las pantorrillas, llegan a las rodillas y algunas se engarzan tras de ellas. Suben como un torrente de agua, mis mejillas se tintan de rojo. Siento calor en la sien, en las orejas. Pierdo el frío de mi cuerpo de estatua. Él se lo lleva. Una a una, van entrando, y no puedo evitar mirar al cielo con los párpados cerrados. Allí están las nubes burlándose de mí. Soy una diosa con piel de barro: maleable al sol.

Nadie sabe qué pasa. Mi madre sigue buscando una respuesta y mi padre imagina el día de su muerte: Mis ojos en sus ojos, la sonrisa en los labios, mi pecho desnudo sobre el suyo. El sable brillando al sol, la hoja que le clavo en el torso. El hilo de sangre. Mis ojos al encuentro de la muerte en el fondo de sus pupilas. La sonrisa. Mis manos cerrando sus párpados, las monedas que coloco sobre ellos y el beso de buenas noches en la frente agria.

El dolor implica cierto ceño fruncido, cierto crispe de los labios, cierta humanidad. Por eso cierro los ojos: porque duele.

1 comentario:

  1. Parece la descripción en un día gris en donde Sonia, -"Sonia también es una diosa"- se olvida de decir cómo se pintó los labios...

    ResponderEliminar