Esa tarde nos habíamos visto en el Parque de Envigado. Bajé a tomarme un tinto y a leer un rato en El Pasaje. Él decidió fumarse unos cigarrillos en la fuente y de casualidad nos encontramos. Le dije que pasara a comer, que mi casa siempre estaba abierta y se demoró más en apagar el cigarrillo en el asfalto que en una sonrisa decir que “listo mujer, de una”.
Esta vez, entro con Sebastián por la puerta principal, imagino la cara de mi primo en el horizonte reprochándome como un fantasma y con una risotada lo espanto. Justo en la entrada, cerca a la primera casa y el guiso, se quedan sus ojos colgados en el nombre del lugar: “Las Brujas”, que evoca entre sus letras una ciudad belga empolvada en sal, escobas de piernas largas, narices verrugosas y risas estridentes. No sé que piensa pero me gusta, después se pierde en las margaritas y en los pinos, en la banca de parque y en las lámparas que en las noches reemplazan la luna. Tres perros lo saludan, pienso que es hora de comprar un labrador mientras él pregunta que si “¿mujer y estos perros no muerden?”, le digo que no.
Es la casa de Álvaro Villa, el hombre que hizo posible esta historia de cuento de hadas. Aparece su imagen enclavada en las flores, con su cabeza blanca y el overol de jean, el mismo que hace algún tiempo soñó con un lugar que hiciera realidad sus fantasías y que despertara los más hermosos sentimientos, el que ideó un lugar plagado de artistas, escritores y pintores, en donde pudiera reunir a sus amigos.
- ¿Hace cuánto que vivís aquí?, me pregunta.
- 21 años, le digo en un recuerdo.
Por esa época mis padres estaban apenas conociéndose. Ella una hermosa mujer de la capital, sobria y elegante, él, un hombre de barrio, médico que vestía pantalones rojos y apretados “muy a la moda” (diría años después). Se conocieron en una brigada de salud, ambos muy limpios y doctores, decidieron después de varias salidas que iban a formar una familia. Buscaron entonces un lugar para vivir.
Mis tías viven a dos cuadras de Las Brujas, en una casita campesina y blanca, con un solar inmenso, guayabos, mangos y bifloras. Se sientan en el corredor a fumar y a jugar cartas. Papá vivió en esa casa cuando el abuelo vivía y estaban solteros, ahora todos se han casado, menos Piedad y Nena que comparten la casa. Papá caminaba hacia el parque y se topó con la unidad en construcción, “Las Brujas”, leyó en un letrero enmaderado que se perdía en un matorral. Averiguó y le dijeron que todas las casas estaban vendidas. Tiempo después el mismo Álvaro fue y lo buscó. Uno de sus amigos debía salir del país y había una casa disponible. Accedió de inmediato.
Las viviendas fueron pensadas para personas con poco dinero. Artistas, pintores, Músicos y escultores. Todos los amigos de Álvaro integraron el grupo de vecinos. Mis padres, ambos médicos, fueron los únicos “especímenes” extraños que en un principio llegaron al lugar, en la boca de mi papá “los más arrabaleros de aquí somos nosotros”. Tiempo después vine al mundo y los fantasmas que habitaron estas casas de ensueño también se fueron mudando y se fueron muriendo, como Álvaro.
Cuentan mis padres que él siempre sonreía, que todo en él era blanco. El pelo, los dientes y hasta el alma. Así como lo veo ahora ahí hecho fantasma, parado en el marco de la puerta verde. ¿Espera él también con su camisa de cuadros? A Álvaro lo secuestraron en julio de 1987, creo que en casa ya no lo esperan. Su familia se fue del país. Cuando era pequeña recuerdo una noche en que proyectaron su imagen en una de las paredes de la casa, se habían reunido los amigos a verlo. De esa velada recuerdo su sonrisa inmensa en una pared enladrillada. No querían olvidarlo tan fácil, me pregunto si aún lo esperan y en una sonrisa irónica me contesto. Él ya se fue del todo, nunca entregaron su cuerpo, alguna vez escuché que enviaron a sus familiares un dedo índice en un sobre, ahora pienso que dadas mis situaciones memoriales, lo más probable es que sea un cuento infantil. Sólo queda el fantasma de su recuerdo en las paredes de este pequeño condominio enclavado entre unas montañas verdes.
Los amigos se fueron. Los saxofonistas, los pianistas se han ido marchando. Creo que a quienes crecemos en esta unidad se nos anida en el pecho algo más que la atmosfera rural que irradian sus piedras. Algo de músicos, de poetas y de locos tenemos los de aquí. Las casas son muy diferentes a las que asedian la ciudad, y se me antojan casas de ladrillo y cemento que emparedan galletas, y chocolates y bastones de caramelo. Sé que no me asustaría si apareciera alguien disfrazado pidiendo dulces, eso es cosa de todos los días.
Son casas tan pintorescas, que juntas, parecen una villa vieja estancada en el tiempo. La ciudad perdida de Hansel y Gretel por donde camina un silencio sacado a la fuerza de una cuento de hadas.
Entre las piedras que silenciosas escuchan el murmullo de la Ayurá, siento la mano de Sebastián tomar la mía cuando llegamos a casa. El viejo Villa camina despacio. Creo que nos sigue, Sebas ni lo ha visto. Los caminos empedrados nos habían llevado por muchos lugares, entre perros y bicicletas, gatos y patinetas, quise mostrarle un pedacito de mi vida hecho piedra y color.
Llegamos a mi casa. Tres pisos, ladrillos que atardecen, tejas grandes y muchas flores de colores a la entrada. Parece un granero o una casona vieja. Las escaleras de la entrada con marquesinas azules, la puerta de madera, el espejo, las hortensias en agua, adentro el comedor, la cocina y la sala. El patio trasero. Escaleras que ascienden sin ley. Los cuartos, mis cuadros, la cama de los papás. Toda mi vida está metida en cuatro paredes. Estoy pegada en los posters que hay en la biblioteca pero Sebas aún no ha subido, no quiere mirarme. Estamos en la puerta, inmóviles como en una foto en blanco y negro. Aún no la hemos abierto. Toma aire y “¡Uy mujer!, esta casa es perfecta para cometer un asesinato”.
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