domingo, 21 de febrero de 2010

CARACOLES PARA NO OLVIDAR



Imagino tus ojitos verde-azules perdidos sobre las copas de los árboles que encuentras tras la ventana del hospital. Siempre te gustó echar globos cuando las hojas se mueven con el viento. Sé que así burlas las horas sin que te duela el tiempo.

Ya olvidaron y olvidaste todo.

Sólo queda tu mirada infantil pintada de azul, tus carricoches verdes, el molino de azúcar, la séptima en invierno, tu padre y las cartas de la abuela. El olor a pino verde y tus aretes blancos. La brujería adolescente, el cigarrillo y el tinto bien cargado.
Las arrugas que surcan tu rostro no logran marchitar el brillo de tus ojos. Olvidas tus años y los tiñes de amarillo. Inmortal sonrisa la que brilla en vos Helena.

Te recuerdo en mitad del patio húmedo de la Casa Grande, un buso amarillo mostaza te cubre el pecho y logro ver tu silueta enmarcada como un cuadro opaco. Una pañoleta violeta envuelve tus rizos dorados y me miras. Sé que debo tener pocos años porque ahora eres muy baja, y en este recuerdo te veo inmensa, me miras por debajo del hombro y una media sonrisa se te aparece en la boca. En la mano una bolsa de plástico juega a ser un guante.

Te recuerdo cogiendo caracoles babosos de la pared de piedra que surca el lugar. Con gracia los tomas y el musgo se te pega en las manos, algunas piedritas de tierra te hacen cosquillas en los cachetes y entrecierras tus hermosos ojos verdes. Con gracia los tomas y los arrancas con paciencia, como cortarías una flor para tu viejo. Sé que olvidaste mi presencia, estas sola con tus caracoles. Sola con tus recuerdos.

Un caracol y sobre tus ojos cae la tarde vieja y gris de un martes, dos caracoles y sobre la acera aparece la bruja que mastica un tabaco entre los dientes y destapa las cartas: Un Ermitaño, Dos Enamorados, tres caracoles y tu amiga Ofelia te dice que ella paga, que preguntes, que nada pierdes. Los ojos de la vieja en tus ojos no alcanzaron a ser caracol porque el miedo inundó tus manos. El nombre de él: Ángel... cinco caracoles son tu viejo. El viejo que ahora yace en la cama, esperando que el tiempo se lo lleve. El viejo que no recuerda para no tener que olvidar tan rápido, el que ya no promete amores, el que ya sólo sabe esperar.

Sin memoria sonríes por entre el cristal, sonríes sin pena, porque nada te aturde, lo miras y crees conocerlo, pero nuevamente clavas tus ojos en los pájaros que surcan el firmamento y olvidas al hombre acostado en la cama. Lo encuentras atractivo pero no sabes quién es.

Escuchas a algunas mujeres hablar bajo, las miras y que bellas que son, tienen el color de tus ojos. El verde oliva les tiñe las lágrimas que corren por sus mejillas. Tampoco sabes quiénes son pero ¡qué simpáticas!

No sabes cuánto tiempo llevas frente a la ventana, ni quién te trajo ni qué haces sentada en un butaquito blanco. Pero eso no te preocupa, tienes con los árboles al viento y las fotos amarillas de tu cabeza. Entonces recuerdas lo poco que te queda: los cerezos del Japón en invierno, la neblina del Tibet, tu sombrero de paja. los nietos en la piscina, el hijo que se fue. El vestido negro de tu matrimonio. Tu viejita. Jorge y sus deseos de hacerte monja. Los cigarrillos Kent, el Palacio en llamas, Gaitán tirado en el suelo, el cenicero a reventar, el internado ardiendo, las monjas y tu desprecio, tu casita de campo, el moño inmenso sobre la cabeza de rizos dorados, el vestidito blanco, tu dedo en la boca y tus ojitos verde-azules cerrándose para volver a nacer.

Te imagino sentada en un butaquito blanco en la esquina del patio de la Casa Grande, con la mirada perdida en una ventana imaginaria que da a un bosque verde oscuro y una bolsa de plástico que juega a ser un guante, entonces sonries y arrancas con paciencia la babosa piel de los caracoles que se niegan a dejar la pared de piedra y vieja de tu mohosa cabeza.