sábado, 30 de octubre de 2010

DE VIGILIAS Y OTROS TIEMPOS


5:15 am
Despierto aún con los ojos cerrados. La oscuridad en mi cabeza, el carro que pasa a toda velocidad hacia Las Palmas. El tic-tac del reloj, un pájaro a lo lejos de canto solitario y roto, el fru-frú de las sábanas cuando muevo mis piernas. La respiración. El aire que sale por mi nariz. El latido en las sienes. El silencio.
Qué curioso el momento en que volvemos a la realidad tras el sueño. Intempestivo, inesperado. Como un disparo. La noche anterior descuelgo el cerebro en la almohada y cuando menos pienso, hay un rayo de sol pellizcándome los ojos. Despierto como asustada. Sueño que caigo por un lisadero rojo y justo antes de quitarme la camisa mis ojos ya están abiertos de par en par pegados al cielo. Cuando despierto asustada sé que algo va a suceder.
Una punzada en el pecho me recuerda que estoy viva. Tengo sed. Siento como aletea el pecho, respiro intranquila. Abro los ojos tratando de arrancarle a la penumbra mis objetos: el cuadro de las palomas inacabado, el techo impasible, el reloj de pulsera, el libro de Vargas Llosa, el celular. Miro la hora: 5:16 a.m.
Me duele el estómago, la base del estómago, el vientre. Debe ser hambre, anoche no comí. Tenía ganas de un perro caliente con mucho queso, pero la lluvia me obligó a las cobijas. Así como el dinero me obliga a callar, o el amor a olvidar. Así como el cielo me obliga a seguir, así como los ojos de Alejandra me obligan a sonreír. Me arde el estómago y pienso en él. Su sonrisa de dientes postizos, el brillo de sus ojos al odiar. Intento dormir pero es inútil. Tantos años pesan sobre mis pestañas que ya me cuesta conciliar el sueño como una muerte dulce, y ahora se ha convertido en una escapatoria necesaria para que el cuello no duela con el peso de la cabeza.
La garganta está seca, siento como un uñero arranca algunas lanas de mi cobija. He perdido tanto en tan poco tiempo que me dan ganas de llorar. Ahora en esta oscuridad podría hacerlo sin miedo a las palabras. Mi sonrisa se acostumbró a vivir siempre pegada a mi cara como un stencil, entonces cada que intento llorar a los demás les cuesta comprender el sabor de mis lágrimas. Nadie las encuentra dóciles al tacto ni dulces al paladar. Malditasea, cómo cuesta la tristeza cuando no hay nadie para escuchar.
El ruido de los carros se hace constante, uno tras otro como en un carrusel. Regreso a las mañanas donde las tías, al chocolate caliente esperando al fondo, al sonido de los carros junto a la ventana de madera gruesa, al crepitar de la escoba contra la baldosa amarilla, a la voz de Colombia entonando alguna balada triste. Los carros pasan como pasa el tiempo, como se me fueron los años por entre los lagrimales. Como se apaga un cigarrillo.
Ahora me pesan los párpados, me pesan las palabras dichas, los silencios obligados y las sonrisas rotas. Me pesan tus labios, mis errores, tus conclusiones. Cierro los ojos esperando arrancar de los recuerdos mis objetos: el cuadro de las palomas que llueven a cántaros, el libro de Vargas Llosa, el tiempo enclaustrado en mis muñecas rotas. El cielo impasible. Recuerdo que son las 5:15 y que debo tomarme la pastilla.

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