domingo, 15 de febrero de 2009

SIN PALABRAS PARA EL OLVIDO

No sé qué sería de mí si tuviera buena memoria. ¿Te imaginas?, no podría re-leer a Cortázar y ser feliz como la primera vez. ¿Supiste que va a sacar un nuevo libro? se va a llamar "Papeles Inesperados", apenas para los que vivimos con ganas de encontrarlo sentado en un café sin nombre, escribiendo en un cuaderno de pasta azul oscura y fumándose un cigarrillo. Sí... ya sé que hace 25 años su silencio nos invadió hasta lo más profundo, pero a mí no importa, el todavía está por aquí.

No soy nadie en especial para hablar con propiedad sobre su partida, pues yo ni siquiera existía cuando calló. Pero sé que fue un silencio lento y pesado como de un gris plomizo. Porque los ecos de su voz son suaves, como una brisa en invierno. Sus palabras no son como las de aquellos autores que aún caminan por estas tierras y escucho hablar. Las suyas se meten por entre los oidos como si fueran un pedacito de tela azul.

Ya no recuerdo hace cuánto lo conocí, pero sé que su voz se pierde en unas volutas grises por encima de mi cabeza. Lo veo entre las nubes y entonces entiendo que lo escucho porque está en otra parte, porque tiene alas de papel o está metido entre los ojos amarillos de un gato francés.

En todo caso, bendigo mi mala memoria, porque cada que se me presenta un cronopio, una tortuga que vuela o un músico de jazz que fuma desnudo en un cuarto de hotel, se me presenta una novedad... una estrella innombrable entre mis recuerdos. Sus personajes siempre son distintos. Cambian con mis horas, caminan y huelen a lo que piso y saboreo en este instante. Julio es un gato sin tiempo que se posa en los entejados de las casas viejas.

Mi cabeza en cambio, es una vaina de lo más compleja, algo así como una pecerita con peces de hielo, o una caja llena de copos de nieve.

Una pecera porque el agua va derritiendo los pececitos que ya existen, entonces los pisci-recuerdos se van diluyendo, se van volviendo agua, y de vez en vez, cuando hace frio, regresan las viejas formas de los peces alados... pero vuelven y se diluyen, y así una y otra vez...

Y los copos de nieve igual, pero como están en una cajita duran más tiempo. Pero fíjate en las formas: son como almidonados, como carreteras y tranvías extraviados, como cristales perdidos. ¿De qué me sirven semejantes recuerdos? Tan artificiales y estudiados, tan complicados. Es que a veces no los logro descifrar y se pierden, simplemente se van. Vos igual conocés mi memoria, y sabés que recuerdo lo que quiero y lo que me importa.

Recuerdo por ejemplo el primer libro que me regalaron, de pasta blanca con ilustraciones en tinta negra y un poquito de azul, recuerdo también mis manos llenas de puntos de colores cuando pintaba con marcadores prismacolor, o los limones que dibujaba a lápiz o las sonrisas de colegio y los abrazos del papá, recuerdo las puestas de sol en Ladrilleros y te recuerdo a vos. Yo no sé, pero no tengo imágenes fijas en alta definición.

Mi cabeza, de la que cuelgan las golondrinas, es más del séptimo arte. Puro cine francés, medio mudo y amarillo. Los recuerdos se escapan en un aleteo y entonces se proyectan pequeños cuadros, a veces de colores, a veces en blanco y negro... vos me conoces, ¡Tengo un teatro en la cabeza!

Digo que olvido con facilidad, pero lo único que hago es meter entre las golondrinas lo que no quiero mantener presente. El simple hecho de saber, o tener la sensación de que he olvidado algo, me hace sentir que ese algo no se ha olvidado por completo, que aun reposa en algún lugar.

Freud habla de una inconsciencia en la que reposan todos nuestros recuerdos. Esas son las golondrinas: mis recuerdos enclaustrados. Esta sensación de olvido lo único que hace es reafirmar una presencia escondida, por eso las golondrinas nunca se van del todo.

No te voy a negar que al olvido le temo con todo el cuerpo. Me duele saber que a medida que envejecemos, menos recordamos. No quiero olvidarme tan fácil del mundo. Pero siento que por entre los dedos se me cuelan los recuerdos. Qué fácil es decir que nunca te voy a olvidar y que dificil tratar de recordarte cuando espero.
Cortázar no se ha ido. Lo sé porque aún maúlla metido entre las tejas grises de una casa abandonada. El muy bandido se ha comido los peces de hielo, que como golondrinas, penden de mi cabeza. Lo pillé una noche mientras me decía, casi en un susurro que “no hay más que los momentos en que estamos con ese otro al que creemos entender” y con su erre gutural me repetía que “al final sólo queda un álbum de fotos... de instantes fijos” y así se alejaba, sonriendo, con mis pececitos entre sus garras y un cigarrillo en la boca, como si el olvido para él fuera sólo un chiste.


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