jueves, 19 de marzo de 2009

PERDIENDO EL TIEMPO


Ese martes el cielo no pintaba azul oscuro, era un día pálido, como sin ganas de existir. La lluvia imperceptible, caía sobre mis mejillas Y recordé las blancuzcas mañanas de finca, cuando era pequeña y las palabras no me costaban tanto. La noche anterior había quedado en verme con él. Creo que ya era hora de conocernos. Decidimos existir ese martes que no quería ser, que era demasiado blanco y demasiado gris para ser real.


La Plazuela de San Ignacio me recibió con el inconfundible currucutear de las palomas. El centro de Medellín se caracteriza por ser una constante explosión de color y de olor, que transporta los sentidos inmediatamente a otra dimensión. La Playa huele a tierra mojada, Junín a flores marchitas, El Parque de Bolívar a incienso camuflado y La Avenida Oriental a humo condensado. La Plazoleta queda cerca a la Oriental, dos cuadras subiendo hacia las Torres de Bomboná, y aunque un poco del olor oriental se filtra sobre sus suelos, la Plazoleta huele a espera, a tangos amarillos y a tintos cargados con tres de azúcar.


El Paraninfo de la Universidad de Antioquia, es una pequeña pincelada de amarillo y verde en medio de una pared grisácea, en la que se camuflan La Iglesia de San Ignacio y El Claustro de Comfama. Mis ojos se detuvieron en su imponente pórtico, e imaginé la fuente central, los árboles con flores de azahar y el olor a hierba fresca. Los Jesuitas fueron los primeros en poblar el lugar, allí instalaron sus colegios y sus doctrinas. Sus pies descalzos fueron los primeros en caminar, sin prisa, por los recovecos del lugar.


No sólo el cielo estaba gris, eran grises las palomas, los adoquines y los ojos de los ancianos que fumaban mientras esperaban que del cielo, tal vez llovieran palomas muertas, porque aunque las nubes ocultaban el azul del cielo, unos pequeños rayitos de sol comenzaban a asomarse por entre las hojas de los grandes sauces. Las nubes tal vez querían, pero quienes esperaban, sabían que no era todavía el momento para empezar a llover.


Tenía ganas de tiempo y el reloj de la Iglesia estaba detenido. Las horas en blanco y negro dejaron de correr desde hacía rato, y al igual que el cielo, ese martes cobarde el tiempo tampoco tenía ganas de existir. Las manecillas del inmenso tablero marcaban las diez y media. Supuse que varios años habrían pasado desde que el tiempo se detuvo entre el aleteo incesante de estas palomas. Podrían ser cinco, tal vez más, los años en los que en este parque siempre han sido las diez y media. Las bancas del lugar estaban llenas de esperanzadores. ¿Y si la hora del encuentro era antes de lo escrito? Pensé en Juan Sebastián, pues habíamos quedado de vernos a las diez. ¿Será por eso qué siempre llegamos tarde?


Pienso que tal vez por eso las esperas son eternas en este lugar. Los cigarrillos no alcanzan y las flores que una anciana de mirada afelpada vende en una esquina cerca al Paraninfo, no son suficientes para alegrar las monocromáticas horas de esta plaza. Porque aquí pareciera que todos los relojes se detienen, incluso los corazones dejan de latir con fuerza. La escena es una eterna quietud, todo es lento. El caminar de un mendigo que busca algo de comer es tan rápido como el suspiro de una mujer de pañoleta violeta, que en una esquina, espera por alguien. Aquí, hasta las palomas parecieran dormir cuando se posan cerca al inmenso reloj de iglesia.


Pero no, no estaban dormidas, hoy estaban atentas, como siempre están cuando currucutean en las noches sin luna o en las mañanas pálidas, que como hoy, están cargadas de silencios que pesan, por lo grises y salados. Me pregunto ¿Por quién esperan las palomas? Y pienso que tal vez esperan por mí. Ellas están siempre expectantes. Aún cuando sus ojos se cierran ante el clamor de la luz del sol, están pendientes, impacientes a encontrar cuellos calientes, porque las palomas besan con los cuellos, picotean con gracia por entre las plumas y acarician bajo la garganta. ¿Qué es lo que ven ellas en las gargantas?, imagino que cuentan los segundos cada que mueven los cuellos. Besan con tiempo ¿o sin él?


Me digo que debo dejar de pensar en palomas grises porque hay una calle que espera por mis palabras para contarse en el tiempo. No sé por qué, hoy todo lo veo gris, a pesar del azul intenso de mis converse, que contrastan cuando camino sobre el pavimento.


La mujer violetta espera en una esquina a que la rescaten de lo inmutable. Un policía verde sonríe a un grupo de estudiantes azules que quieren recorrer una calle que desconocían y que creían era un mito urbano. Hacia el sur caminan sin prisa, algo de la Plazuela San Ignacio les quedó enredado bajo la camisa.


¿Dónde estamos?, pregunta una alumna de sonrisa simple. Aquí empieza Niquitao, atrás dejamos la calma, La Antiquaria está cerrada, es que aún no son las nueve de la mañana. Un pabellón de litografías precede la calle que no tiene olor. Niquitao la calle sin referentes en la cabeza, la calle oscura, la de los albergues y los N.N, la de los colegios y los asilos. La verdad es que es una calle sin alma, ella toda gris toda cemento, no es más que puro tiempo desmembrado.
Es que cada calle de la ciudad es una pequeña Medellín en miniatura, un pequeño ser humano fragmentado. Unos cuantos pasos y de litografías pasamos a peluquerías, después talleres, ventas de minutos, sacoleros, cementerios, colegios, casas abandonadas y perros mugrientos calentándose al sol.



Algunos carros cruzan con rabia sobre los charcos del aguacero de la noche anterior, y entonces el corazón también calla. Aquí no hay tiempo, pero no porque la espera lo congele, sino por la rapidez con la que se llega a la otra esquina. Ya más cerca a la Calle del Palo. Giramos a la izquierda y un vendedor de periódicos del Polo Democrático Alternativo, aparece absurdamente combinado con la pared de un Parqueadero Público. El hombre tiene un chaleco y una gorra amarilla, el fondo es una pared negra con franjas también amarillas. La paradoja de lo absurdo llega disfrazada de amarillo, en medio de tanto humo negro y tanto gris. Pienso en una esperanza cortazariana de esas que se cuelan con despacio por entre la garganta para posarse en mitad del corazón.


El camino que le sigue a la esquina de la esperanza, es el de la total desesperanza. Un niño sin camisa duerme sobre una alfombra de cajas de cartón, un cuerpo anónimo se esconde bajo una sábana vieja, olor a bazuco y a marihuana invaden el aire. En las esquinas hay motos viejas que ya no tienen arreglo, pero que se venden como nuevas. De pronto, Niquitao se va acortando y llegamos a los huesos, aparece imponente el gran asilo: elegante y limpio.


El tiempo se acomoda con fuerza sobre mi cabeza y me imagino vieja y deshecha. Con el cabello blanco, o tal vez gris. ¿Cuántas edades esconde una calle, cuántos tiempos reposan en sus paredes?, la loma termina en el antiguo Cementerio de San Lorenzo, ya destruido, casi en ruinas, esperando también por su recuperación. Las Fosas desocupadas saludan por entre las rejas, la muerte huele a hierba marchita, a flores podridas, a espera consumada.



Quiero pensar que ya no hay nada más, esta historia fue una línea de tiempo. Una espera que se cree eterna, una necesidad impetuosa por vivir con rapidez, por sortear el camino y no dormirse en el trayecto para después terminar sonriendo, con los labios al sol, cuando ya la muerte nos cobije con su manto blanco.



Faltaban diez minutos para las diez y ya estábamos llegando a San Diego. La calle se me perdió en la angustia que generaba en mi interior saber que lo iba a conocer. Niquitao existió hasta el Cementerio, hasta su muerte. Así como el tiempo dejó de existir cuando supe que el reloj de la Iglesia estaba detenido, o que en las litografías los segundos se cuentan por cada hoja de impresión.


En la Plazoleta de San Ignacio, el reloj marca las diez y media, Juan Sebastián ya llegó. Al fin nos conocemos, cuando miro el reloj descubro que también son las diez y media. Los tiempos coincidieron esta vez. Decidimos ir a la Fiesta del Libro. A mi me cuestan las palabras, más si el día que se pinta no es azul oscuro, sino pálido y gris. A él no le cuestan en absoluto y aunque no le gusta leer, en su cabeza se pintan historias fantásticas. Esa mañana me contó que por su casa llueven palomas muertas y que no acostumbra cargar reloj.

3 comentarios:

  1. La mente tiene algo fantástico y es que a veces cuando está inquieta el tiempo la hace reaccionar y hace que los pensamientos, las viejas historias, él como era vivir en aquella época lo hace transportarlo a lugares de la vida cotidiana que uno le gustaría vivir o ya ha vivido en vidas pasadas.
    Te recomiendo el cementerio san Pedro en la ciudad de medellin, que se que lograras algo más de lo que te hizo sentir esa pequeña parada en alguna esquina de la ciudad, allí te encontraras vivencias extraordinarias y guías quien te orienten.
    Y recuerda que el mirar una fotografía vieja hace también maravillas.

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  2. A veces me da miedo vivir tanto del pasado, ¿sabés?...¿y qué si me quedo ahí, como una foto en blanco y negro?... a veces me cuesta no pensar en él... me obsesiona de tal forma que hay días en que no existe más que él, todo es un recuerdo, un suspiro... no hay "ahoras" que valgan. Gracias por la invitación, el 7 de mayo estaré por alla viendo "La mujer de las rosas" de Hora 25. Estas vos también cordialmente invitado. Sonrisas

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  3. El solo decir qué quieres intentar dejar algo en el pasado es mucho, y el miedo es solo como la mente dice no a hacer las cosas…. Que decís!!
    Gracias por tu invitación la tendré en cuenta me gustaría conocer a esa pequeña escritora que cada vez se ve mucho más segura para escribir…

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