










Hay Fuego en tus ojos, es un fuego que te consume, que te explota en mitad del pecho. ¿Dónde dejaste tu propio circo? Por hoy grita por vos y por mi, por todas aquellas que se han quedado sin voz, embelesadas en mitad de la función. Decíle al mundo que está perdido, grítale en la cara al viento el odio que sentís por lo absurdo que es el querer continuar cuando el camino amarillo no tiene ya adoquines, escupile porque empezas a sentir que no vale la pena dejar de llorar para ponerse bonita. Arráncale los ojos con tus dientes porque sabes que el horizonte está cercado con abedules de gelatina y vos no podes hacer nada… vos sólo podes gritar. Extinguite en un suspiro inaudible, pero nunca te canses. Jamás te canses mujer. Vos moves esas piedras engranadas que, bajo tus pies, transitan en el centro de la tierra.
Quítate la ropa. Tus zapatos no han caminado lo establecido, quédate descalza y sentí el agua que se esfuma encima de un cemento que arde en fuego solar. Quémate los talones. No corrás, esperá. Ardé un poquito más encima de la ciudad cementerio que se incendia bajo tus pies. Quítate el pantalón, acostate en la grama y hormiguea por un tiempo. Sentite indefensa ante la majestuosidad del cielo que se extiende sobre tu cabeza. Sentite mínima. Querete así como sos, simple, blanda… sin maquillaje. 


No dejes de gritar con lágrimas lo que siempre has sentido que ha estado mal. Y no desesperes mujer, no desesperes que aún hay suficiente agua bajo tus poros para llorar sin razones lógicas y acordadas. Llorá cuando alguien te diga que te quiere, llorá porque un niño sin calle besa con la lengua afuera una botella de sacol. Llorá por los perros sin casa, por las estrellas que no brillan. Gritá sin miedo al reproche. Queréte como estas, que así, con lágrimas en los ojos vos también te ves bonita.


La primera vez que me mostró sus dientes estábamos sentados detrás del Museo, llevábamos tiempo de conocernos y uno que otro silencio incómodo encima.


Sólo lo tenía por dos cigarrillos después de clase, y se paraba sin decir nada. Como dije, la primera vez que me sonrió estábamos sentados en la manga. Después de tantos mutismos con dos de azúcar, un día decidió fumarse su par detrás del Museo y sin que me lo pidiera lo acompañé. Se recostó en un guayacán que no florecía desde que comenzamos semestre y yo me acosté esperando cualquier cosa menos una palabra que proviniera de sus labios.
— Estoy fumando — contestó con la mirada fija en una estudiante de artes que pasaba en ese instante con una falda verde sobre una trusa negra.
— No. En la vida — repliqué mientras observaba las costillas de la bailarina perdida que caminaba hacia la biblioteca.
—Vivo. ¿Y vos? — me dijo con todos los dientes.
— Vivo — le respondí también con todos los dientes.
Ese día me contó que Silvia, su mamá, le dijo que las mujeres se conocían por la longitud de sus medias. Si eran hasta el tobillo, la mitad de la pantorrilla o del muslo. Que él sólo quería saber, si además de lapiceros, yo también mordía alguna otra cosa. Me explicó que siempre comparaba las medias de toda mujer que conocía con las de Silvia: a medio muslo, con liguero y encaje.
— Sin justificaciones linda… la vida es sin justificaciones.
— ¿Cómo así?, ¿No me vas a contestar? — le dije mientras recibía el tinto caliente y el palito de queso.
— No tengo por qué explicarte, no tengo por qué justificarme ante vos… —
Abrí los ojos y le saqué la lengua…
—…ni ante nadie. Entendé que lo que hacemos ya está más que razonado en las paredes de esta universidad. ¿Acaso necesitás que te aburra con mis palabras sin sentido sobre el comunismo y la igualdad social? … a eso que murmuran las paredes en silencio le falta mi voz… tu voz y una que otra voz que también lo quiera gritar – decía mientras golpeaba la punta del cigarrillo contra su reloj.
— Es imposible que las palabras nos salven de lo inevitable — le dije mientras los dos cubos de azúcar se desintegraban en el café.
— No sé como lo hacen… pero logran albergarnos… y con eso basta.

Guardé la moneda en mi chaqueta y corrí. Corrí como siguiendo un camino negro que nunca terminaría, corrí sabiendo que un fantasma inexistente volaba tras de mí y me iba a volar los sesos. Los tobillos se me hincharon, el agua se agazapaba hasta en mis orejas y las lágrimas nublaron el horizonte. Me desmayé antes de encontrarlo tendido en el asfalto. Esa noche descubrí que, definitivamente, yo no servía para correr.
Dos meses después el Presidente de
A lucho lo mataron en la mitad de su única revolución. La revolución absurda que estuvo dispuesto a luchar hasta el final. Gritó todo lo que los otros callaron, atesoró lo que los demás intercambiaron en los parques, repartió pedazos de sueños rotos entre corazones sin ideales.
