Los dedos de pianista me los debes a mí. Fuiste tú quien se ofreció a llevarme a las clases en la academia. Pasabas por mí, cargabas mi morral azul oscuro y escuchabas mis historias con atención camino a las clases que mi padre había costeado. Decidió hacerlo porque yo había nacido con unas manos grandes, y a papá le dijeron que las mujeres de manos grandes serían pianistas. Nunca me preguntó si yo quería serlo. A mí nunca me gustó el profesor, me gustabas más vos sentado en la silla mirándome a través del cristal, con mi lonchera entre tus manos y los ojos perdidos por entre mi cabello. Como pronto me cansé de la monocromía del teclado y las notas disonantes que nunca logré deleitar, intentaste aprender y te convertiste en el alumno. Entonces pasé a ser quien se sentaba en la silla a esperarte con la lonchera entre las manos mientras te embebías entre las teclas negras y blancas de un teclado frío. Yo buscaba tus ojos pero estabas ciego. Siempre cerraste los ojos cuando tocabas piano. Aprendiste a mirar con la punta de los dedos.
Llegaron a contratarte en un manicomio de muñecos y fuiste por mucho tiempo el gran músico. Entre títeres y marionetas fuiste creciendo solo, yo ya no hacía parte de la obra. Con los años comenzaste a estudiar, el tiempo ya era demasiado valioso como para pasarlo junto a mí, y dejaste de tomar la diadema que inútilmente pretendía arreglar mi cabello hacia atrás, y ya no la ponías sobre tu cabeza y ya no cantabas canciones falseando la voz, y yo ya nunca más volví a reír junto a ti. Las estrellas empezaron a callarse, se silenciaron con el tiempo. Todo calló en casa, a veces hasta me sorprendía pensando estar muerta porque no escuchaba latir el corazón, y corría a tomarme el pulso mirándome al espejo. Todo enmudeció menos el piano que en las noches acariciabas, mientras yo me retorcía de placer en la cama, mordiéndome los labios e imaginando que yo era en blanco y negro para vos, que era yo quien cantaba, que era tu música. Tu principio y tu final.
A pesar de todo, tus dedos siempre sintieron esa extraña necesidad de rozar mi mechón. Un día me pediste que cortara un pedazo y te lo regalara. Me pusiste a elegir entre lo que más amaba de mí misma y la devoción que sentía por tus dedos aguados. No tuve más opción que dártelo, te entregué mi vida en una cascada luminosa y tú tan solo recibiste un pedazo de pelo manchado por el sol.
Pasabas horas y horas sentado en el corredor con una pila de papeles arrumada sobre la mesa y con el mechón amarillento entre tus dedos. Lo tomabas mientras tarareabas canciones y en tu lengua se marcaba el compás de tu próxima canción. Lo acariciabas lentamente sintiendo cada fibra deslizarse presionada por entre tu piel. Tus manos creaban sólo cuando él estaba cerca. Pasabas días enteros escribiendo con el mechón de peló entre tus dedos. Empezaste a querer tanto ese cacho de pelo amarillo que yo comencé a odiarlo, porque había apartado tus hermosos dedos blancos de mí cabello. Lo lavabas, lo mimabas y con cariño lo cepillabas con la peineta de plata que habías comprado especialmente para acariciarlo.
Era tal mi desesperación, que en ocasiones me acercaba hasta el punto de poner mi coronilla resplandeciente sobre tus ojos, guardando la vaga esperanza de que tomaras un pedacito entre tus dedos y le dieras brillo. Que tal vez regresaran los pájaros que se habían ido por un tiempo, y que como las golondrinas, regresaran tras un pesado invierno. Pero tu tacto se perdió, mis esfuerzos fueron en vano, era demasiado tarde y ya habías crecido más de lo acordado. Con un gesto infantil, comenzaste a dar dos golpes secos sobre mi cabeza y seguías tu camino hacia adelante, tus pájaros se habían ido para siempre. Volaste cielo arriba pero ya no me tomaste de la mano.
Empezaste a fumar y a tomar más de lo que deseabas. El tiempo comenzó a desmembrarte, tan lentamente, que olvidaste el espacio que separaba tus recuerdos y te convertiste en un inútil collage de palabras, música y nicotina.
El gramófono de tu estudio sonaba día y noche, tus infinitos discos de vinilo negro te ofrecía todo lo que necesitabas, a veces hasta el whisky te lo inventabas con Piazolla. Te veía gritarle a un fantasma que “te reís guevón, pero sólo vos me ves” y echar a llorar como un niño perdido. Ellos te dieron todo amor, todo menos un inútil trazo de cabello amarillo enrulado en la punta.
Prendías un cigarrillo y repetías, una y otra vez, “vení volá sentí”. Sí, nunca te dieron un cacho de pelo, vení, jamás te lo ofrecieron, volá, y tú nunca se los pediste, sentí. Lo sé porque yo te espiaba en las noches, mientras sentado en el suelo con un cigarrillo en los labios, degustabas esas malditas palabras que habían herido el tiempo y rasgado tus entrañas, yo te observaba y veía que tus dedos mimaban mis hilos dorados mientras en el aire tocabas las notas inexistentes de un piano que no sonaba en esa balada loca que tanto repetías.
Acostada en el cuarto escuchaba tu voz a media luz, “salgamos a volar querida mía. . .” y todavía existía yo en una vaga cascada de cabellos para acariciar, “subite a mi ilusión” y tus dedos recorrían mi cuerpo amarillo, sentía un mimo que comenzaba en el cuello y bajaba lentamente deteniéndose en el vientre y rozándolo dos veces. Cuando llegabas a las rodillas, crispabas los dedos y mis piernas, como una cola de sirena, se enroscaban en la punta, “vamos a correr por las cornisas con una golondrina en el motor”.
Ahora, en las noches en las que una marcha turca invade los corredores amarillos del lugar, logro recordarte como la primera vez. Ya no tienes pelo y el mechón dorado reposa perezoso en el fondo de un cajón. Ya no lo necesitas para escuchar ni para escribir, porque tus ojos han muerto de verdad. Ya no son ojos porque aunque los veo, ellos ya no ven. Cuando te escuchó en el fondo, maravillado entre tus notas sin color, te veo subiendo como en una marcha eterna y verde, montado sobre una bicicleta amarilla, silbando las notas oxidadas de un tango rojo.
Dicen los médicos que soy un caso perdido. Ellos no saben que lo único que quiero es encontrar en el tacto indiferente de mis dedos, el vestigio de esas manos que ahora, tiemblan al rozar las teclas amarillentas de un piano viejo.
Como nunca volví a ver estrellas reír, ahora disfruto hablándoles en las noches desde el alféizar de mi ventana. Decidí no volver a usar zapatos, para poder bailar con tu sombra cuando tengo miedo, y mientras invento en mi memoria aquella canción que escribiste, escucho tu voz susurrándome al oído que “Elisa es para vos” y tararea tu voz una melodía inútil. . . “para vos Elisa” y tu recuerdo se pierde en un suspiro.
Una y otra vez los acordes se hacen más fuertes, Ta- ra- ra-ra y no hago más que arrancar frenéticamente mi cabello, pelo por pelo. “Para vos Elisa” y quiero que mis manos se vuelvan pájaros azules y las notas crecen y arranco una hebra y otra más y de repente salgo volando por encima de esta celda gris. Ta- ra – ra – ra – ra –ra –ra –ra –ra ...“Para vos”… para que cuando llegue cielo arriba me tomés de la mano...“E-li-sa”... y me susurres al oído que es “Para vos Elisa, para vos”.