miércoles, 28 de octubre de 2009

VALENTINA ACABA DE MORIR


Esta noche hay que recoger el sembrado de trigo, unos minutos más y la inversión se puede perder. Hay que alimentar al rebaño y cuidar la plantación de lentejas que se acaba de instalar. Ya no basta con tener una granja para cuidar, ni estar pegado a la pantalla jugando a ser un héroe de la mafia italiana, sino que además, ahora también vamos a celebrar funerales virtuales y homenajes póstumos.

Cuando una persona fallece-en la vida real- se supone que también lo hace en Facebook, y para que su perfil pueda ser deshabilitado, familiares y amigos deben presentar pruebas para que su perfil sea clausurado. En los últimos días, la red social presentó una nueva opción, con la que los amigos del difunto, pueden homenajear su memoria por medio de un perfil conmemorativo. Ni estando muertos saldremos de allí.

Creo que lo que suceda después de mi muerte, corresponde a mis amigos y familiares, poca voz y poco voto tendré yo en esa situación y más vale aceptar lo que sea que vaya a venir con la boquita bien cerrada. Creo que es deber de la familia elegir si quieren o no activar mi “perfil conmemorativo” en Facebook, les dejo a ellos el dilema ético que puede implicar. En todo caso, hoy me pregunto, no por los perfiles conmemorativos, sino por toda la información que tengo en Internet ¿qué pasará con todo eso cuando ya no esté? Aunque pensándolo bien, hasta de pronto continúo existiendo si alguien hackea mi cuenta, que sería algo así como hackear mi vida, porque de un tiempo para acá, existimos en las pantallas virtuales, y de ahí para afuera, vaya usted a saber si existimos…y a mí que me dijeron que yo era irremplazable.

Compramos, soñamos y tenemos sexo por Internet; no podemos vivir sin él y ahora, hasta morimos en él. La máquina nos sobrepasó. La vida comienza a tener sentido sólo si tenemos un cable que nos conecte con otras máquinas, otros cables y ¿otras personas? Vale, las redes sociales amplían las conexiones humanas, en un mundo interconectado y globalizado, es necesario abrirse a otras latitudes, y la pantallita líquida de un computador portátil, parece ser el gran trampolín a la nueva era del conocimiento. Pero ¿Y los que están sentados a su lado qué? Supongo que conoce esta situación: en su casa hay más de tres computadores, todos a menos de dos metros y usted igual, prefiere usar el Msn que hablar de frente a quién tiene cerca y mirarlo a los ojos. ¿Existimos entonces?

Es cierto entonces que vivimos por estas máquinas, de un tiempo para acá, somos en las redes sociales y seremos verdad sólo si estamos virtualmente inscritos en el mundo surreal que nos pintaron. Supongo entonces que nadie creerá que he muerto, hasta que le llegue una notificación en letra azul a su bandeja de entrada que rece: “Valentina acaba de morir”.

martes, 20 de octubre de 2009

VINO Y TINTA

Ella es como una lámpara que juega a ser un sol en un mundo inventado. Él un payaso sin rostro, un camino entizado. Es un mundo con el tiempo pintado en una sombrilla de colores. Somos entonces unas alas de madera buscando una selva virgen para aterrizar. Somos la esperanza… que el tiempo cercenó y convirtió en espera. Tajantemente. Como si nos faltara el aire para que el tiempo congelado se convirtiera en una ilusión de aleluyas.

Ella es la muñeca ojos de papel, la misma que espera en una banca de parque. Sos vos entre confeti y celofán. Soy yo entre caramelos y baúles. Esta pequeña historia, parecida a un barrilete sin espacio y sin temor, la hizo mi hermana. Ella, que tiene más alma que nombre, logró en menos de cinco minutos, hacer mi corazón suspirar como si volviera a nacer, como si por primera vez vieran mis ojos inventados unos banderines de colores bailar al compás de una ráfaga de viento.

Ella, hermana mitad del alma, no tiene nombre. Yo se lo doy cada que quiero y hoy se llama Esperanza. Porque sin necesidad de tiempo, de aire o de cielo, me recompuso en mil pedazos. Sin palabras unió mis ansias con las peras y me dijo que no debía estar triste, que todo iba a estar bien. Que la esperanza existe porque el sol siempre vuelve a brillar… aunque a veces lo confunda con una lámpara fundida en medio de dos o tres bancas grises. El sol que se pierde en los parques sin dios, me dice que mis ojos de papel no son ojos porque alguien los ve, sino porque buscan el sol y ven. Gracias Vino, gracias vos... Esperanza que no espera.

miércoles, 7 de octubre de 2009

EL BESO




La besó en la mejilla... en amarillo...

Allí donde más duele: en ese punto exacto en el que la mejilla comienza a convertirse en labios.

Fue uno de esos besos que son y no son, que quieren pero que no pueden. Un beso al fin y al cabo.

domingo, 16 de agosto de 2009

PARA VOS

Mayo 8 de 2007

Dudo mucho que alguna vez llegue a poder decir lo que Saramago dijo por allá en los años ochenta, cuando afirmó que el personaje se había convertido en su maestro. Pensar en un discurso a estas pocas alturas de la vida, es soñar más de lo autorizado. Igual, vos podes estar seguro que las palabras del portugués valen por vos aún más de lo pactado, porque sos medio personaje y medio maestro… Ese sos vos.

Con este cuento, quise arbitrariamente que este personaje se colara entre las letras, lo demás, déjaselo al maravilloso mundo de la imaginación. No sos vos, soy yo dentro de tu disfraz. No son tus manos, son las mías que quisieron alguna vez ser más que simples letras y convertirse en notas. No somos ni vos, ni yo, ni nadie en especial… vos reposas en donde querás hacerlo… yo no buscaba a nadie y simplemente te vi .

Gracias por todo… simplemente por ser.

Gracias sobretodo por el volver.

Valen>.<

Pd: No tenía título, hasta el día en que Caicedo y sus cuentos llegaron con una cerveza a cantarme al oído que viviera hasta el año 3000.

¡QUÉ VIVA TU MÚSICA!

A Camilo

Antes, cuando tenías pelo, me querías un poquito más. Puedes creer que mi afirmación es una lamentación barata e intrascendente, pero sé que desde que tu cabeza comenzó a descubrirse con el tiempo, vos dejaste de pensar en mí. Me perdí entre las páginas del libro oxidado que guardas bajo tu almohada. Ya no soy más que el eco de una fotografía gris que se cuela dentro tus orejas en las noches sin luz, porque sé que me recuerdas cuando tocas para mí, esa sonata vieja y azul que no me deja pensar.

Aún recuerdo que cuando estábamos solos, tus dedos larguísimos tomaban un mechoncito de mi cabello y lo acariciaban despacio. Lo hacías tan suavemente, que yo cerraba los ojos y sonreía como si estuvieras paseando tus labios sobre mi ombligo. Mientras me besabas sin besar, imaginaba una bandada de pájaros azules batiendo sus alas sobre mi cabeza. Tus dedos blancos se convertían rápidamente en un parpadeo alado y se perdían cielo arriba. Entre mis sueños, vos te ibas volando el firmamento azul y de tu mano, yo también volaba.

Solía esperarte parada en el patio, con los cachetes apretados por entre la verja y los ojos buscándote incesantemente por entre los carros que subían. Procuraba quedarme quietecita para evitar perder tu imagen en un parpadeo inútil, y así, sin pestañear, de pronto aparecías. La bicicleta amarilla, el morral rojo colgando por delante del cuerpo, las rodillas llegando casi hasta el pecho en cada pedaleo y la sonrisa infinita, era lo único que lograba diferenciar en medio de tanto humo.

Juntos nos sentábamos en la gran piedra que descansaba sin gracia en medio del solar, y sacabas tu vieja carta astral y me enseñabas las constelaciones. Acostados con la boca hacia el cielo, encontramos siguiendo las vías estelares ese mundo que acá abajo, nunca encontramos. Las estrellas, colgadas en lo alto, estaban calladas, pero vos les diste voz. Y ahora sé que soy la única que tuvo las estrellas como nadie las ha tenido jamás, pues fuiste tú quién me regaló las estrellas que sabían reír. Cuando mirábamos al cielo, me tomabas entre tus grandes manos y apretabas mi vientre con tal fuerza, que cada carcajada era una punzada de dolor en la cabeza y se pintaban las estrellas en cámara lenta por entre los párpados cerrados y ellas reían a carcajadas mientras yo me perdía en silencio acostada sobre la gran piedra solar.

Algunas veces aparecías silbando una melodía inventada y me tomabas de la mano y bailábamos descalzos lo que estabas componiendo. Pero en otras ocasiones, gritabas a todo pulmón las letras de un tango rojo y negro que te hacia evocar tus viejos amores de arrabal. Esos días que cantabas con recuerdo y tristeza, yo sabía que no debía buscar tus labios o regalarte una sonrisa, sabía que no veríamos estrellas sobre la piedra circular ni que bailaríamos descalzos como si fuera la Noche de Figaro. Te servía una aromática caliente y me encerraba en el cuarto. El olor a whisky se fundía con esa sinfonía que tocabas una y otra vez, hasta que ya borracho de sueño y dolor decidías parar, después de 40 conciertos ininterrumpidos… siempre de whisky, siempre 40, siempre tres tangos rojos.


Los dedos de pianista me los debes a mí. Fuiste tú quien se ofreció a llevarme a las clases en la academia. Pasabas por mí, cargabas mi morral azul oscuro y escuchabas mis historias con atención camino a las clases que mi padre había costeado. Decidió hacerlo porque yo había nacido con unas manos grandes, y a papá le dijeron que las mujeres de manos grandes serían pianistas. Nunca me preguntó si yo quería serlo. A mí nunca me gustó el profesor, me gustabas más vos sentado en la silla mirándome a través del cristal, con mi lonchera entre tus manos y los ojos perdidos por entre mi cabello. Como pronto me cansé de la monocromía del teclado y las notas disonantes que nunca logré deleitar, intentaste aprender y te convertiste en el alumno. Entonces pasé a ser quien se sentaba en la silla a esperarte con la lonchera entre las manos mientras te embebías entre las teclas negras y blancas de un teclado frío. Yo buscaba tus ojos pero estabas ciego. Siempre cerraste los ojos cuando tocabas piano. Aprendiste a mirar con la punta de los dedos.


Llegaron a contratarte en un manicomio de muñecos y fuiste por mucho tiempo el gran músico. Entre títeres y marionetas fuiste creciendo solo, yo ya no hacía parte de la obra. Con los años comenzaste a estudiar, el tiempo ya era demasiado valioso como para pasarlo junto a mí, y dejaste de tomar la diadema que inútilmente pretendía arreglar mi cabello hacia atrás, y ya no la ponías sobre tu cabeza y ya no cantabas canciones falseando la voz, y yo ya nunca más volví a reír junto a ti. Las estrellas empezaron a callarse, se silenciaron con el tiempo. Todo calló en casa, a veces hasta me sorprendía pensando estar muerta porque no escuchaba latir el corazón, y corría a tomarme el pulso mirándome al espejo. Todo enmudeció menos el piano que en las noches acariciabas, mientras yo me retorcía de placer en la cama, mordiéndome los labios e imaginando que yo era en blanco y negro para vos, que era yo quien cantaba, que era tu música. Tu principio y tu final.

A pesar de todo, tus dedos siempre sintieron esa extraña necesidad de rozar mi mechón. Un día me pediste que cortara un pedazo y te lo regalara. Me pusiste a elegir entre lo que más amaba de mí misma y la devoción que sentía por tus dedos aguados. No tuve más opción que dártelo, te entregué mi vida en una cascada luminosa y tú tan solo recibiste un pedazo de pelo manchado por el sol.


Pasabas horas y horas sentado en el corredor con una pila de papeles arrumada sobre la mesa y con el mechón amarillento entre tus dedos. Lo tomabas mientras tarareabas canciones y en tu lengua se marcaba el compás de tu próxima canción. Lo acariciabas lentamente sintiendo cada fibra deslizarse presionada por entre tu piel. Tus manos creaban sólo cuando él estaba cerca. Pasabas días enteros escribiendo con el mechón de peló entre tus dedos. Empezaste a querer tanto ese cacho de pelo amarillo que yo comencé a odiarlo, porque había apartado tus hermosos dedos blancos de mí cabello. Lo lavabas, lo mimabas y con cariño lo cepillabas con la peineta de plata que habías comprado especialmente para acariciarlo.

Era tal mi desesperación, que en ocasiones me acercaba hasta el punto de poner mi coronilla resplandeciente sobre tus ojos, guardando la vaga esperanza de que tomaras un pedacito entre tus dedos y le dieras brillo. Que tal vez regresaran los pájaros que se habían ido por un tiempo, y que como las golondrinas, regresaran tras un pesado invierno. Pero tu tacto se perdió, mis esfuerzos fueron en vano, era demasiado tarde y ya habías crecido más de lo acordado. Con un gesto infantil, comenzaste a dar dos golpes secos sobre mi cabeza y seguías tu camino hacia adelante, tus pájaros se habían ido para siempre. Volaste cielo arriba pero ya no me tomaste de la mano.

Empezaste a fumar y a tomar más de lo que deseabas. El tiempo comenzó a desmembrarte, tan lentamente, que olvidaste el espacio que separaba tus recuerdos y te convertiste en un inútil collage de palabras, música y nicotina.

El gramófono de tu estudio sonaba día y noche, tus infinitos discos de vinilo negro te ofrecía todo lo que necesitabas, a veces hasta el whisky te lo inventabas con Piazolla. Te veía gritarle a un fantasma que “te reís guevón, pero sólo vos me ves” y echar a llorar como un niño perdido. Ellos te dieron todo amor, todo menos un inútil trazo de cabello amarillo enrulado en la punta.


Prendías un cigarrillo y repetías, una y otra vez, “vení volá sentí”. Sí, nunca te dieron un cacho de pelo, vení, jamás te lo ofrecieron, volá, y tú nunca se los pediste, sentí. Lo sé porque yo te espiaba en las noches, mientras sentado en el suelo con un cigarrillo en los labios, degustabas esas malditas palabras que habían herido el tiempo y rasgado tus entrañas, yo te observaba y veía que tus dedos mimaban mis hilos dorados mientras en el aire tocabas las notas inexistentes de un piano que no sonaba en esa balada loca que tanto repetías.

Acostada en el cuarto escuchaba tu voz a media luz, “salgamos a volar querida mía. . .” y todavía existía yo en una vaga cascada de cabellos para acariciar, “subite a mi ilusión” y tus dedos recorrían mi cuerpo amarillo, sentía un mimo que comenzaba en el cuello y bajaba lentamente deteniéndose en el vientre y rozándolo dos veces. Cuando llegabas a las rodillas, crispabas los dedos y mis piernas, como una cola de sirena, se enroscaban en la punta, “vamos a correr por las cornisas con una golondrina en el motor”.

Ahora, en las noches en las que una marcha turca invade los corredores amarillos del lugar, logro recordarte como la primera vez. Ya no tienes pelo y el mechón dorado reposa perezoso en el fondo de un cajón. Ya no lo necesitas para escuchar ni para escribir, porque tus ojos han muerto de verdad. Ya no son ojos porque aunque los veo, ellos ya no ven. Cuando te escuchó en el fondo, maravillado entre tus notas sin color, te veo subiendo como en una marcha eterna y verde, montado sobre una bicicleta amarilla, silbando las notas oxidadas de un tango rojo.

Dicen los médicos que soy un caso perdido. Ellos no saben que lo único que quiero es encontrar en el tacto indiferente de mis dedos, el vestigio de esas manos que ahora, tiemblan al rozar las teclas amarillentas de un piano viejo.

Como nunca volví a ver estrellas reír, ahora disfruto hablándoles en las noches desde el alféizar de mi ventana. Decidí no volver a usar zapatos, para poder bailar con tu sombra cuando tengo miedo, y mientras invento en mi memoria aquella canción que escribiste, escucho tu voz susurrándome al oído que “Elisa es para vos” y tararea tu voz una melodía inútil. . . “para vos Elisa” y tu recuerdo se pierde en un suspiro.

Una y otra vez los acordes se hacen más fuertes, Ta- ra- ra-ra y no hago más que arrancar frenéticamente mi cabello, pelo por pelo. “Para vos Elisa” y quiero que mis manos se vuelvan pájaros azules y las notas crecen y arranco una hebra y otra más y de repente salgo volando por encima de esta celda gris. Ta- ra – ra – ra – ra –ra –ra –ra –ra ...“Para vos”… para que cuando llegue cielo arriba me tomés de la mano...“E-li-sa”... y me susurres al oído que es “Para vos Elisa, para vos”.

viernes, 27 de marzo de 2009

jueves, 19 de marzo de 2009

PERDIENDO EL TIEMPO


Ese martes el cielo no pintaba azul oscuro, era un día pálido, como sin ganas de existir. La lluvia imperceptible, caía sobre mis mejillas Y recordé las blancuzcas mañanas de finca, cuando era pequeña y las palabras no me costaban tanto. La noche anterior había quedado en verme con él. Creo que ya era hora de conocernos. Decidimos existir ese martes que no quería ser, que era demasiado blanco y demasiado gris para ser real.


La Plazuela de San Ignacio me recibió con el inconfundible currucutear de las palomas. El centro de Medellín se caracteriza por ser una constante explosión de color y de olor, que transporta los sentidos inmediatamente a otra dimensión. La Playa huele a tierra mojada, Junín a flores marchitas, El Parque de Bolívar a incienso camuflado y La Avenida Oriental a humo condensado. La Plazoleta queda cerca a la Oriental, dos cuadras subiendo hacia las Torres de Bomboná, y aunque un poco del olor oriental se filtra sobre sus suelos, la Plazoleta huele a espera, a tangos amarillos y a tintos cargados con tres de azúcar.


El Paraninfo de la Universidad de Antioquia, es una pequeña pincelada de amarillo y verde en medio de una pared grisácea, en la que se camuflan La Iglesia de San Ignacio y El Claustro de Comfama. Mis ojos se detuvieron en su imponente pórtico, e imaginé la fuente central, los árboles con flores de azahar y el olor a hierba fresca. Los Jesuitas fueron los primeros en poblar el lugar, allí instalaron sus colegios y sus doctrinas. Sus pies descalzos fueron los primeros en caminar, sin prisa, por los recovecos del lugar.


No sólo el cielo estaba gris, eran grises las palomas, los adoquines y los ojos de los ancianos que fumaban mientras esperaban que del cielo, tal vez llovieran palomas muertas, porque aunque las nubes ocultaban el azul del cielo, unos pequeños rayitos de sol comenzaban a asomarse por entre las hojas de los grandes sauces. Las nubes tal vez querían, pero quienes esperaban, sabían que no era todavía el momento para empezar a llover.


Tenía ganas de tiempo y el reloj de la Iglesia estaba detenido. Las horas en blanco y negro dejaron de correr desde hacía rato, y al igual que el cielo, ese martes cobarde el tiempo tampoco tenía ganas de existir. Las manecillas del inmenso tablero marcaban las diez y media. Supuse que varios años habrían pasado desde que el tiempo se detuvo entre el aleteo incesante de estas palomas. Podrían ser cinco, tal vez más, los años en los que en este parque siempre han sido las diez y media. Las bancas del lugar estaban llenas de esperanzadores. ¿Y si la hora del encuentro era antes de lo escrito? Pensé en Juan Sebastián, pues habíamos quedado de vernos a las diez. ¿Será por eso qué siempre llegamos tarde?


Pienso que tal vez por eso las esperas son eternas en este lugar. Los cigarrillos no alcanzan y las flores que una anciana de mirada afelpada vende en una esquina cerca al Paraninfo, no son suficientes para alegrar las monocromáticas horas de esta plaza. Porque aquí pareciera que todos los relojes se detienen, incluso los corazones dejan de latir con fuerza. La escena es una eterna quietud, todo es lento. El caminar de un mendigo que busca algo de comer es tan rápido como el suspiro de una mujer de pañoleta violeta, que en una esquina, espera por alguien. Aquí, hasta las palomas parecieran dormir cuando se posan cerca al inmenso reloj de iglesia.


Pero no, no estaban dormidas, hoy estaban atentas, como siempre están cuando currucutean en las noches sin luna o en las mañanas pálidas, que como hoy, están cargadas de silencios que pesan, por lo grises y salados. Me pregunto ¿Por quién esperan las palomas? Y pienso que tal vez esperan por mí. Ellas están siempre expectantes. Aún cuando sus ojos se cierran ante el clamor de la luz del sol, están pendientes, impacientes a encontrar cuellos calientes, porque las palomas besan con los cuellos, picotean con gracia por entre las plumas y acarician bajo la garganta. ¿Qué es lo que ven ellas en las gargantas?, imagino que cuentan los segundos cada que mueven los cuellos. Besan con tiempo ¿o sin él?


Me digo que debo dejar de pensar en palomas grises porque hay una calle que espera por mis palabras para contarse en el tiempo. No sé por qué, hoy todo lo veo gris, a pesar del azul intenso de mis converse, que contrastan cuando camino sobre el pavimento.


La mujer violetta espera en una esquina a que la rescaten de lo inmutable. Un policía verde sonríe a un grupo de estudiantes azules que quieren recorrer una calle que desconocían y que creían era un mito urbano. Hacia el sur caminan sin prisa, algo de la Plazuela San Ignacio les quedó enredado bajo la camisa.


¿Dónde estamos?, pregunta una alumna de sonrisa simple. Aquí empieza Niquitao, atrás dejamos la calma, La Antiquaria está cerrada, es que aún no son las nueve de la mañana. Un pabellón de litografías precede la calle que no tiene olor. Niquitao la calle sin referentes en la cabeza, la calle oscura, la de los albergues y los N.N, la de los colegios y los asilos. La verdad es que es una calle sin alma, ella toda gris toda cemento, no es más que puro tiempo desmembrado.
Es que cada calle de la ciudad es una pequeña Medellín en miniatura, un pequeño ser humano fragmentado. Unos cuantos pasos y de litografías pasamos a peluquerías, después talleres, ventas de minutos, sacoleros, cementerios, colegios, casas abandonadas y perros mugrientos calentándose al sol.



Algunos carros cruzan con rabia sobre los charcos del aguacero de la noche anterior, y entonces el corazón también calla. Aquí no hay tiempo, pero no porque la espera lo congele, sino por la rapidez con la que se llega a la otra esquina. Ya más cerca a la Calle del Palo. Giramos a la izquierda y un vendedor de periódicos del Polo Democrático Alternativo, aparece absurdamente combinado con la pared de un Parqueadero Público. El hombre tiene un chaleco y una gorra amarilla, el fondo es una pared negra con franjas también amarillas. La paradoja de lo absurdo llega disfrazada de amarillo, en medio de tanto humo negro y tanto gris. Pienso en una esperanza cortazariana de esas que se cuelan con despacio por entre la garganta para posarse en mitad del corazón.


El camino que le sigue a la esquina de la esperanza, es el de la total desesperanza. Un niño sin camisa duerme sobre una alfombra de cajas de cartón, un cuerpo anónimo se esconde bajo una sábana vieja, olor a bazuco y a marihuana invaden el aire. En las esquinas hay motos viejas que ya no tienen arreglo, pero que se venden como nuevas. De pronto, Niquitao se va acortando y llegamos a los huesos, aparece imponente el gran asilo: elegante y limpio.


El tiempo se acomoda con fuerza sobre mi cabeza y me imagino vieja y deshecha. Con el cabello blanco, o tal vez gris. ¿Cuántas edades esconde una calle, cuántos tiempos reposan en sus paredes?, la loma termina en el antiguo Cementerio de San Lorenzo, ya destruido, casi en ruinas, esperando también por su recuperación. Las Fosas desocupadas saludan por entre las rejas, la muerte huele a hierba marchita, a flores podridas, a espera consumada.



Quiero pensar que ya no hay nada más, esta historia fue una línea de tiempo. Una espera que se cree eterna, una necesidad impetuosa por vivir con rapidez, por sortear el camino y no dormirse en el trayecto para después terminar sonriendo, con los labios al sol, cuando ya la muerte nos cobije con su manto blanco.



Faltaban diez minutos para las diez y ya estábamos llegando a San Diego. La calle se me perdió en la angustia que generaba en mi interior saber que lo iba a conocer. Niquitao existió hasta el Cementerio, hasta su muerte. Así como el tiempo dejó de existir cuando supe que el reloj de la Iglesia estaba detenido, o que en las litografías los segundos se cuentan por cada hoja de impresión.


En la Plazoleta de San Ignacio, el reloj marca las diez y media, Juan Sebastián ya llegó. Al fin nos conocemos, cuando miro el reloj descubro que también son las diez y media. Los tiempos coincidieron esta vez. Decidimos ir a la Fiesta del Libro. A mi me cuestan las palabras, más si el día que se pinta no es azul oscuro, sino pálido y gris. A él no le cuestan en absoluto y aunque no le gusta leer, en su cabeza se pintan historias fantásticas. Esa mañana me contó que por su casa llueven palomas muertas y que no acostumbra cargar reloj.

viernes, 13 de marzo de 2009

NOCHE DE BRUJAS

“Me gustan las flores, sobre todo cuando son amarillas y llueven de los árboles, las sombrillas de colores y el cielo cuando atardece… “, suspiro y un, “…como azul petróleo” concluye el principio. No son las seis de la tarde y clavo los ojos en el camino empedrado. Los Converse negros que caminan junto a mí están destrozados, medio grises. El cielo tiene ganas de llover y el de los tenis sonríe despacio cuando me escuchaba hablar. “Me gusta cómo la luz se filtra por entre las hojas de los árboles y el sonido de las gotas de lluvia al tintinear sobre las tejas y los ventanales”, digo casi sin aire y el me mira y responde en una sonrisa que “A mí en cambio me gustan las sombras que hacen los arboles sobre el asfalto”, y en otra sonrisa se calla. Seguimos loma arriba y las hojas secas que entapetan el camino crujen bajo nuestros pies.



Algunos carros cruzan con rabia y desaparecen por entre la montaña. Recuerdo las mañanas en que, con un balde lleno de espuma blanca, lavaba el carro de papá con una manguera verde que sacaba del patio trasero, mañanas limpias de caminantes y perros sin dueño. Esos días infantiles en los que no me despertaban los motores insoportables de los carros sino la aguapanela caliente y el beso azucarado de mi mamá. Regreso al camino de piedra y mis tenis están sin amarrar, tal vez me caiga. Creo que pronto esta calle de la Loma Las Brujas desaparecerá. Tantos edificios construyéndose camino arriba, tantos nuevos inquilinos, un carro azul, dos blanco, tres amarillo.


Antes, cuando vos tenías más pelo, había una que otra casa finca cerca al Farolito, ahora hay proyectos de constructoras y nuevas urbanizaciones que pretenden hacer negocio en este vividero. Me vi pequeña, llena de nostalgia bajando al Parque de Envigado y caminando sin miedo por la mitad de la calle. Me perdí en el viento y apareció Doña Bere, la vecina que siempre ha esperado, a ella se le fue la vida mirándonos pasar. Unos tangos amarillos surcan el camino a casa, Doña Bere está hoy en la ventana, Sebastián la saluda con media sonrisa. Qué triste se ven los que esperan, me dice en una mirada y continuamos caminando.


Esa tarde nos habíamos visto en el Parque de Envigado. Bajé a tomarme un tinto y a leer un rato en El Pasaje. Él decidió fumarse unos cigarrillos en la fuente y de casualidad nos encontramos. Le dije que pasara a comer, que mi casa siempre estaba abierta y se demoró más en apagar el cigarrillo en el asfalto que en una sonrisa decir que “listo mujer, de una”.



Llegamos a la portería y entramos por la puerta delantera; según mi primo, sólo entro por delante a la gente importante, que porque a él lo escondo y lo mando siempre por la de atrás, por esa ventana que se cree puerta hacia un patio oscuro que una hamaca amarilla, divide por la mitad; ese de los cuernos colgantes, el patio húmedo, el solar con cuadritos de finca y una virgen vieja; el patio que pronto voy a convertir en un estudio de arte, ese que da al salón social y que se conecta con la portería en unos escalones de ladrillo, verdes por el musgo y terrosos, que se meten a la fuerza por entre unas matas de flores blancas y pasan cerca a la ventana de la cocina de la primera casa de la unidad, en dónde siempre, siempre, huele a guiso.


Esta vez, entro con Sebastián por la puerta principal, imagino la cara de mi primo en el horizonte reprochándome como un fantasma y con una risotada lo espanto. Justo en la entrada, cerca a la primera casa y el guiso, se quedan sus ojos colgados en el nombre del lugar: “Las Brujas”, que evoca entre sus letras una ciudad belga empolvada en sal, escobas de piernas largas, narices verrugosas y risas estridentes. No sé que piensa pero me gusta, después se pierde en las margaritas y en los pinos, en la banca de parque y en las lámparas que en las noches reemplazan la luna. Tres perros lo saludan, pienso que es hora de comprar un labrador mientras él pregunta que si “¿mujer y estos perros no muerden?”, le digo que no.


Podría parecer el cuadro de una villa perdida en medio de la nada. Tal vez triste y taciturna. Algo patética y a veces hasta solitaria. Un guayacán que florece en amarillo lo recibe, a su lado el camino que se pierde en la reverberación del viento a lo lejos y entonces aparece La Casa Verde, la Casa de Álvaro Villa. En esa imagen se queda sin aire. La saborea como se mira a una mujer hermosa: primero salta con sus ojos oscuros sobre los escalones de ladrillo que dan al patio central, lugar lleno de arboles florecidos y ropa colgante al sol; después recorre sus muros y su boca se entreabre un poco, se pierde en sus portones de madera y no puede evitar mostrar sus dientes. La pared amarillenta, los curazaos colgando del techo. Las flores moradas que decoran las ventanas. ¿Y esa casa?



Es la casa de Álvaro Villa, el hombre que hizo posible esta historia de cuento de hadas. Aparece su imagen enclavada en las flores, con su cabeza blanca y el overol de jean, el mismo que hace algún tiempo soñó con un lugar que hiciera realidad sus fantasías y que despertara los más hermosos sentimientos, el que ideó un lugar plagado de artistas, escritores y pintores, en donde pudiera reunir a sus amigos.


Vení te muestro la casa Sebas, vení damos una vuelta y te cuento la historia. Tengo ganas de descalzarme y sentir la piedra que hace de camino en mi unidad, pica en los dedos, aruña y está caliente. El garaje, los parqueaderos, más guayacanes. Árboles verdes, escaleras que no van al cielo. Flores amarillas y mucha luz por entre las hojas que tapizan el cielo. “Ahora entiendo tantas cosas, es que estás vos aquí metida” me dice. Caminamos por entre los senderos que se esconden entre margaritas y tangos, eucaliptos, bambúes y pimientos. Olores a especies y a hierba mojada. Nos perdemos en un cuento de niños. Entre columpios y sueños de papel.




- ­¿Hace cuánto que vivís aquí?, me pregunta.
- 21 años, le digo en un recuerdo.


Por esa época mis padres estaban apenas conociéndose. Ella una hermosa mujer de la capital, sobria y elegante, él, un hombre de barrio, médico que vestía pantalones rojos y apretados “muy a la moda” (diría años después). Se conocieron en una brigada de salud, ambos muy limpios y doctores, decidieron después de varias salidas que iban a formar una familia. Buscaron entonces un lugar para vivir.



Mis tías viven a dos cuadras de Las Brujas, en una casita campesina y blanca, con un solar inmenso, guayabos, mangos y bifloras. Se sientan en el corredor a fumar y a jugar cartas. Papá vivió en esa casa cuando el abuelo vivía y estaban solteros, ahora todos se han casado, menos Piedad y Nena que comparten la casa. Papá caminaba hacia el parque y se topó con la unidad en construcción, “Las Brujas”, leyó en un letrero enmaderado que se perdía en un matorral. Averiguó y le dijeron que todas las casas estaban vendidas. Tiempo después el mismo Álvaro fue y lo buscó. Uno de sus amigos debía salir del país y había una casa disponible. Accedió de inmediato.



Las viviendas fueron pensadas para personas con poco dinero. Artistas, pintores, Músicos y escultores. Todos los amigos de Álvaro integraron el grupo de vecinos. Mis padres, ambos médicos, fueron los únicos “especímenes” extraños que en un principio llegaron al lugar, en la boca de mi papá “los más arrabaleros de aquí somos nosotros”. Tiempo después vine al mundo y los fantasmas que habitaron estas casas de ensueño también se fueron mudando y se fueron muriendo, como Álvaro.




Cuentan mis padres que él siempre sonreía, que todo en él era blanco. El pelo, los dientes y hasta el alma. Así como lo veo ahora ahí hecho fantasma, parado en el marco de la puerta verde. ¿Espera él también con su camisa de cuadros? A Álvaro lo secuestraron en julio de 1987, creo que en casa ya no lo esperan. Su familia se fue del país. Cuando era pequeña recuerdo una noche en que proyectaron su imagen en una de las paredes de la casa, se habían reunido los amigos a verlo. De esa velada recuerdo su sonrisa inmensa en una pared enladrillada. No querían olvidarlo tan fácil, me pregunto si aún lo esperan y en una sonrisa irónica me contesto. Él ya se fue del todo, nunca entregaron su cuerpo, alguna vez escuché que enviaron a sus familiares un dedo índice en un sobre, ahora pienso que dadas mis situaciones memoriales, lo más probable es que sea un cuento infantil. Sólo queda el fantasma de su recuerdo en las paredes de este pequeño condominio enclavado entre unas montañas verdes.



Los amigos se fueron. Los saxofonistas, los pianistas se han ido marchando. Creo que a quienes crecemos en esta unidad se nos anida en el pecho algo más que la atmosfera rural que irradian sus piedras. Algo de músicos, de poetas y de locos tenemos los de aquí. Las casas son muy diferentes a las que asedian la ciudad, y se me antojan casas de ladrillo y cemento que emparedan galletas, y chocolates y bastones de caramelo. Sé que no me asustaría si apareciera alguien disfrazado pidiendo dulces, eso es cosa de todos los días.



Son casas tan pintorescas, que juntas, parecen una villa vieja estancada en el tiempo. La ciudad perdida de Hansel y Gretel por donde camina un silencio sacado a la fuerza de una cuento de hadas.

Entre las piedras que silenciosas escuchan el murmullo de la Ayurá, siento la mano de Sebastián tomar la mía cuando llegamos a casa. El viejo Villa camina despacio. Creo que nos sigue, Sebas ni lo ha visto. Los caminos empedrados nos habían llevado por muchos lugares, entre perros y bicicletas, gatos y patinetas, quise mostrarle un pedacito de mi vida hecho piedra y color.



Llegamos a mi casa. Tres pisos, ladrillos que atardecen, tejas grandes y muchas flores de colores a la entrada. Parece un granero o una casona vieja. Las escaleras de la entrada con marquesinas azules, la puerta de madera, el espejo, las hortensias en agua, adentro el comedor, la cocina y la sala. El patio trasero. Escaleras que ascienden sin ley. Los cuartos, mis cuadros, la cama de los papás. Toda mi vida está metida en cuatro paredes. Estoy pegada en los posters que hay en la biblioteca pero Sebas aún no ha subido, no quiere mirarme. Estamos en la puerta, inmóviles como en una foto en blanco y negro. Aún no la hemos abierto. Toma aire y “¡Uy mujer!, esta casa es perfecta para cometer un asesinato”.








sábado, 7 de marzo de 2009

CARTA PARA UNA SEÑORITA VOLADORA


¿Sabía usted que una ensalada de pétalos con un poquito de aceite de oliva y linaza... es buena para la memoria?


A veces la cabeza esconde las cosas y las guarda en cajoncitos secretos, para que uno de vez en cuando juegue a las escondidas. Hace falta en el nuevo mundo la costumbre de jugar con uno mismo.

Ahora, que es menos que mañana y un tanto más que ayer, estoy jugando a ser escritora de mentiras. Esto lo hago con el fin de aflorar sentimientos, pero pasarlos desprevenidos al papel en forma de juego, de Rayuela.

A usted china, desearle una sobredosis de mariposas y muchos dolores de estómago a causa del buen amor. Muchas risas escandalosas de esas que espantan palomas, pero que no las mata (porque vos ya no necesitas de palomas muertas).


Por favor pensá en los apodos de los profesores que dan clase, para que sonrias un ratico y te acordes de mi. Yo que despierto el lado malvado y bufón de vos. Queridisima señorita, cuidemos nuestra bolita de cristal, que nosotras tenemos derecho a nuestro mundo de óleo y de elefantes rosados.

Tomate la receta para la memoria, y así podás recordar que de vos y él sólo debe saber la luna. Recordá que tu historia ahora no es un sueño, y por eso no es bueno que ande revoloteando entre muchas bocas.



Te espero en unos meses para una existenciada casi añeja, para que dibujemos nuestro cine de colores y para comparar cuál de las dos está más grilla.



Gracias por todo el tiempo,
el café,
el brillo labial,
el chicle,
vos.



Fichina Gippie

martes, 3 de marzo de 2009

EL SUICIDIO


El cielo hoy no está azul, no debería pesar por lo blanco y nebuloso, pero lo siento en la garganta como una piedra de sal, el cielo se queda pegado en la lengua y no tengo un vaso de agua para poder tragar.


Hoy me levanté con los ojos vidriosos por la neblina matutina y reconozco que soy una cobarde y que tengo miedo a levantarme, ni el derecho ni el izquierdo me muestran otro camino, no hay diferencia alguna en los pies que pisan la baldosa de hielo.


Bueno, reconozco que desde siempre lo supe, siempre supe que era una cobarde, pero ignoré mi situación y la pinté de amarillo y ahora me doy cuenta que no tengo otra opción que quejarme bajo cuerda, con un café sin azúcar y tal vez algún cigarrillo, de lo irremediable que es la vida y lo poco que mis manos pueden hacer para cambiar el destino inefable que ya elegí.


¿En qué momento decidí enlistarme a las filas universitarias para llenar los puestos de trabajo? ¿En qué momento opté por quedarme enclavada, mirando como los pajaritos vuelan por encima de mi cabeza, mientras yo tengo que rendirle cuentas a los que dicen que me quieren? ¿Por qué no dejarlo todo y salir corriendo? Aún no entiendo qué me ata a estas piedras, no hay nada que me impida surcar los mares del tiempo en un barco de papel... pero aquí estoy: comiendo lechuga y carne en salsa de piña, con los pies calientes en unos tenis cómodos, mientras la vida, una montaña de queso, se va derrumbando bajo el sol.


Decime vos, ¿en qué momento decidiste sentir pena, o comer con la boca cerrada, o entrecerrar los ojos con fuerza cuando una luz se te aparece en la carretera?, ¿Decime por qué dejamos de soñar con cambiar el mundo? ¿Por qué decís que no se puede? ¿Quién carajos nos dijo que todo tenía que ser como es?


Ya es más fácil encerrarnos en casa, prender el televisor y tomar una copa de vino para hablar mal del presidente, y decir que Chavez está loco y que la crisis nos ha afectado terriblemente. Es más fácil eso que salir a la calle para pintar en una pared que está triste y gris algo asi como “maldita sea el paraíso un tanto infernal que me parió” o “abajo la represión” o alguna otra vaina que nos haga sentir que estamos vivos. Preferimos comernos las palabras y esperar que se nos vinagren en la boca para escupírselas a alguien años después.

Me siento frente a la ventana y el cielo no hace más que llover. Afuera los autos pasan y siento pena. Pena por ellos y por mí. Pena por los que creen que basta con trabajar, trabajar y medio vivir, pena con los que no lloran y pena por los que, como yo, no pueden llorar.


¿En qué momento? ¡¡Decime vos!! ¿por qué lo hiciste? ¿por qué lo hice yo? ¿Dónde quedaste carajo?, no sé en que parte de este camino me perdí y extravié ese hilito que me ataba a un mundo de colores. Nunca me dijeron que crecer iba a ser tan difícil. ¿Sabés que quisiera hacer hoy?... caminar descalza bajo esta lluvia mientras me como una paleta de limón… mejor si son las 10:15, porque por ahí dijeron que mataban a quienes estuvieran por la calle a eso de las diez.


lunes, 23 de febrero de 2009

HISTORIAS CREPÚSCULARES

Cuando el cielo se pinta de un azul petróleo, casi negro, sé que son las 6:15 de la tarde. Por estos tiempos y hacia el sur, se prende un lucero que se funde entre las nubes, un orificio en esta cortina que los dioses han puesto en sus ventanas, ¿por qué se esconden de nosotros?. Hoy sé que este pedazo de cielo se succiona del aire y se sostiene en el pecho, que nuestra existencia es un eterno suspiro pintado de azul. No somos más que una luz que pende de un hilo, nacemos como hijos del sol y morimos cuando alunamos. Somos 15 minutos, tenemos 15 minutos de vida, somos el crepúsculo ideal. ¿qué esperas entonces?

jueves, 19 de febrero de 2009

LA SONRISA DOBLADA


Como él no confiaba en su sonrisa, prefirió doblarla por la mitad y metérsela en el bolsillo. Sin quererlo, pensaba en ella más de lo habitual y el aire inventaba en el horizonte el momento en que ella sacaba la lengua, y despacito, la paseaba sobre sus labios y los humedecía paso a paso, de a gotitas.



Quiso quebrarle la sonrisa en tres pedazos, pero como no creía en ella, sólo logró dormir sobre su boca y arrullarse en un suspiro.



Cuando despertó, no sabía a ciencia cierta si era un hombre que había soñado sobre unos inmensos labios húmedos, o si era una sonrisa, doblada por la mitad, que descansaba en un bolsillo y esperaba que un hombre llegara para acostarse sobre ella.

martes, 17 de febrero de 2009

100 PALOMAS DE PAPEL

—Pensé que no ibas a volver…


—El viaje ha sido extenso, agitado y lleno de turbulencias. El mar me demoraba y las ansias eran como un navío aproximándose a Itaca sin llegar para retornar al extravismo.



*CAPITULO I* (100 palomas de papel)

—Igual... pensé que no ibas a volver y ahora que te veo creo que nunca regresaste… ¿volviste al fin otra vez?


—Pretendo volver con todo, volver a casa, a mis campos, mis calles y a vos. Pero...


—… Me quedé colgada en ese "pero" que no suena en mis oídos sino que lo siento más arriba del pecho, ¿pero qué? a la final tus calles nunca llevan a ninguna parte, te quedaste engarzado en los mástiles de aquellos que guiaron tu camino en las noches en las que no hice más que esperarte, ¿pero qué vos? Decime.


—Mirá que en vos habita algo diferente, otro "yo" que es sólo tuyo. Ese yo que se ha quedado en tierra, esa imagen rodeada de un escenario de antes de abandonarme, para llegar a ti como este extraño que te habla con las claves del ayer… es hoy que sientes el pasado en tu pecho.


—Me quedé enclavada en un pasado que sé que nunca va a volver, eso lo tengo claro, y aquí me tenés: tejida con los hilos de los recuerdos que construimos alguna vez. No sé de qué estoy hecha, pero sé que estoy trenzada con esa sustancia amarga y gelatinosa con que se tejen los sueños. ¿Acaso no querrás vos destejerme ahora?


—Quiero volver. Necesito que abras de par en par las celosías que ocultan este volver, este extraño que quiere volver a ser en ti lo que siempre soñaste. Vivir untado de vos, de ese vibrar continuo que me aproxima incluso a pensar en otras formas.

**CAPITULO II** (100 palomas de papel)

—Hay vos, estuve suspirando un tiempo mientras soñaba con verte regresar. Ahora no entiendo por qué cuándo ya estas aquí y te estoy mirando ciegamente, siento un miedo angustioso y la garganta se me llena de piedras y ya no quiero mirarte, y odio el regreso y el volver… ¿Por qué? ¿Por qué regresar y volver son lo mismo pero a la vez se niegan?... ¿Acaso es volver a casa?, ¿volver al primer amor? ¿Regresar a dónde? ¿Con la cabeza a tu niñez… a los sueños que juntos alguna vez pensamos que íbamos a escupirle al cielo?... ¿volviste o regresaste?

—Es difícil, por eso mi primera duda, por eso este titubear a lanzarme de brazos abiertos. Regreso para volver a mis sueños más primarios, ese desear de una compañía que quizás muchas veces estuvo en mis mismos lugares: la misma postura en una silla, los mismos ojos y por puro azar... Un sueño compartido sin que ambos supusiéramos la posibilidad de los anhelos puntualmente exactos al deseo.

—Yo quiero que volvás, pero debes saber que esto es lo que tengo para ofrecerte: una cara ya marchita por los vientos que han gritado tu ausencia y unas manos callosas de tanto tejer y destejer tu rostro en el tiempo. No tengo más, si regresaste buscando a quién dejaste hace ya incontables años, podés devolverte y ahogarte con tus sirenas enmudecidas.

—Vuelvo con mil rostros destrozados, mil corazones que me esperan, mil desconfianzas; pero te ofrezco una confianza nueva para que soportes un pasado que te perdiste, un pasado que será para ti un presente confuso y en mí un revivir de emociones perdidas que compartiré con vos para que acompañes este corazón que enmudece.

—No, no sigas... ¿vos crees que es sencillo sentarme todas las noches frente a un mar que indigente me observa y no me ofrece ni un suspiro de aliento?, ¿vos crees que es muy fácil mirarme en el espejo, y desnuda, descubrir que vos no has vuelto y que tus manos nunca volvieron a rozar mi cuello? Ahora volvés con tus palabras marchitas y quiero que te las tragués… sonrío con pena porque sé que son fáciles de saborear, sólo te sabrán a flores muertas... un poquito agrias. Pero yo... yo tengo el alma ya marchita... yo no tengo palabras que tragarme porque todas se las llevó el viento cuando aún en el horizonte soñaba con ver tu barco empezar a dibujarse en diminutas pinceladas rojizas…No volvás entonces, ya no quiero que volvas. ¿Qué otros corazones te esperan si no el mío? ¿Qué confianza podés darme para soportar tantas presencias imaginadas? yo creo que me enloquecí esperándote... ya ni tu confianza rota me vale.

***CAPITULO III*** (100 palomas de papel)

—… Aún recuerdo a qué saben los besos con flores. Y siempre se recuerda lo que en uno ha sido fuerte oleaje.

—A mí de tanto recuerdo olvidado, se me olvido qué diablos debo recordar... ¿si a vos o tu voz? ¿Si tu lengua o tus besos? si tus palabras... o el sonido de tus dientes mientras hablas.

—De ti los recuerdos me abrazan aún las noches. Una película de sonrisas y algún suave poema.

—De vos... de vos los suspiros.

—Déjame que me marche con este suspiro que retengo hasta entrar en otro viaje distinto, un viaje con vos, un sueño, una alegría para mañana al despertar.

— ¿Sólo por hoy?

—…Por hoy, me quedo con mis emociones de hoy.

— ¿Y mañana?

—Mañana… Mañana es Mañana. No sé hoy como será mañana.

— ¿Te vas entonces con tu suspiro?

—Sí, y a soñar. Y poco a poco volveré. Hasta después… un beso.

Penélope dice:
...y te vas...otra vez.

domingo, 15 de febrero de 2009

SIN PALABRAS PARA EL OLVIDO

No sé qué sería de mí si tuviera buena memoria. ¿Te imaginas?, no podría re-leer a Cortázar y ser feliz como la primera vez. ¿Supiste que va a sacar un nuevo libro? se va a llamar "Papeles Inesperados", apenas para los que vivimos con ganas de encontrarlo sentado en un café sin nombre, escribiendo en un cuaderno de pasta azul oscura y fumándose un cigarrillo. Sí... ya sé que hace 25 años su silencio nos invadió hasta lo más profundo, pero a mí no importa, el todavía está por aquí.

No soy nadie en especial para hablar con propiedad sobre su partida, pues yo ni siquiera existía cuando calló. Pero sé que fue un silencio lento y pesado como de un gris plomizo. Porque los ecos de su voz son suaves, como una brisa en invierno. Sus palabras no son como las de aquellos autores que aún caminan por estas tierras y escucho hablar. Las suyas se meten por entre los oidos como si fueran un pedacito de tela azul.

Ya no recuerdo hace cuánto lo conocí, pero sé que su voz se pierde en unas volutas grises por encima de mi cabeza. Lo veo entre las nubes y entonces entiendo que lo escucho porque está en otra parte, porque tiene alas de papel o está metido entre los ojos amarillos de un gato francés.

En todo caso, bendigo mi mala memoria, porque cada que se me presenta un cronopio, una tortuga que vuela o un músico de jazz que fuma desnudo en un cuarto de hotel, se me presenta una novedad... una estrella innombrable entre mis recuerdos. Sus personajes siempre son distintos. Cambian con mis horas, caminan y huelen a lo que piso y saboreo en este instante. Julio es un gato sin tiempo que se posa en los entejados de las casas viejas.

Mi cabeza en cambio, es una vaina de lo más compleja, algo así como una pecerita con peces de hielo, o una caja llena de copos de nieve.

Una pecera porque el agua va derritiendo los pececitos que ya existen, entonces los pisci-recuerdos se van diluyendo, se van volviendo agua, y de vez en vez, cuando hace frio, regresan las viejas formas de los peces alados... pero vuelven y se diluyen, y así una y otra vez...

Y los copos de nieve igual, pero como están en una cajita duran más tiempo. Pero fíjate en las formas: son como almidonados, como carreteras y tranvías extraviados, como cristales perdidos. ¿De qué me sirven semejantes recuerdos? Tan artificiales y estudiados, tan complicados. Es que a veces no los logro descifrar y se pierden, simplemente se van. Vos igual conocés mi memoria, y sabés que recuerdo lo que quiero y lo que me importa.

Recuerdo por ejemplo el primer libro que me regalaron, de pasta blanca con ilustraciones en tinta negra y un poquito de azul, recuerdo también mis manos llenas de puntos de colores cuando pintaba con marcadores prismacolor, o los limones que dibujaba a lápiz o las sonrisas de colegio y los abrazos del papá, recuerdo las puestas de sol en Ladrilleros y te recuerdo a vos. Yo no sé, pero no tengo imágenes fijas en alta definición.

Mi cabeza, de la que cuelgan las golondrinas, es más del séptimo arte. Puro cine francés, medio mudo y amarillo. Los recuerdos se escapan en un aleteo y entonces se proyectan pequeños cuadros, a veces de colores, a veces en blanco y negro... vos me conoces, ¡Tengo un teatro en la cabeza!

Digo que olvido con facilidad, pero lo único que hago es meter entre las golondrinas lo que no quiero mantener presente. El simple hecho de saber, o tener la sensación de que he olvidado algo, me hace sentir que ese algo no se ha olvidado por completo, que aun reposa en algún lugar.

Freud habla de una inconsciencia en la que reposan todos nuestros recuerdos. Esas son las golondrinas: mis recuerdos enclaustrados. Esta sensación de olvido lo único que hace es reafirmar una presencia escondida, por eso las golondrinas nunca se van del todo.

No te voy a negar que al olvido le temo con todo el cuerpo. Me duele saber que a medida que envejecemos, menos recordamos. No quiero olvidarme tan fácil del mundo. Pero siento que por entre los dedos se me cuelan los recuerdos. Qué fácil es decir que nunca te voy a olvidar y que dificil tratar de recordarte cuando espero.
Cortázar no se ha ido. Lo sé porque aún maúlla metido entre las tejas grises de una casa abandonada. El muy bandido se ha comido los peces de hielo, que como golondrinas, penden de mi cabeza. Lo pillé una noche mientras me decía, casi en un susurro que “no hay más que los momentos en que estamos con ese otro al que creemos entender” y con su erre gutural me repetía que “al final sólo queda un álbum de fotos... de instantes fijos” y así se alejaba, sonriendo, con mis pececitos entre sus garras y un cigarrillo en la boca, como si el olvido para él fuera sólo un chiste.


EL SUEÑO DEL CARACOL

A veces las palabras se esconden entre libros de hojas amarillentas (por eso las hojas de otoño me recuerdan los cuadernos olvidados). El viento y el tiempo intentan acallarlas en lo más profundo de nuestros recuerdos en un baile que se las va llevando por un camino de piedra. Pero cuando las palabras valen la pena, gritan por encima de nuestros ojos y nos sorprenden entre las solapas de una biblioteca empolvada. Caen de golpe.


Insisto... las casualidades no existen, y el tiempo y el azar saben cómo mostrarnos el camino. ¿Vos sabés de donde viene la palabra azar?... porque yo no, y quiero saber.

Es un Sueño para los que esperan
para los que buscan y encuentran,
para los que creen en él.
Es una utopía para los que quieren
para los que dudan
para los que temen,
para los que creen que al final de un tunel
no hay más que un abismo irreversible.

¿Qué esperás entonces? ... Nunca es demasiado Tarde
P.D: El video lo encontrás en la parte lateral derecha

sábado, 14 de febrero de 2009

INSTRUCCIONES DE USO



No necesitas más que una esquina (un pedacito de cemento en el que te sintás seguro). Si está cerca a una calle poco transitable mucho mejor, porque así podes sacar tus tizas de colores y pintar todo lo que querés decir. Esa esquina te la doy yo en esta pared virtual... ¡es toda tuya! entonces rayala sin pena.

Recordá que debes elegir el color de tu tiza, más adelante hablaremos sobre los colores, bueno no sobre todos los colores, pero sí sobre el mío específicamente. Ya despues vos me diras con qué color vas a rayar vos y nos vamos entendiendo en este pequeño juego.
Necesitás además un trocito de imaginación metido entre las pupilas, porque si no lo tenés, creo que no podes acceder a este mundo de fantasías que ahora te presento. También una pequeña dosis de sensatez, mucho de humanidad, un cuarto de literatura leida y una que otra palabra inventada que ronde por tus recuerdos.

El juego es simple, a veces lanzo la piedra y cae sobre una de las 10 cosas que hay que hacer antes de llegar al cielo... en ocasiones cambiamos de rayuela y simplemente la buscamos entre las letras. Yo te entrego hoy a vos mis palabras, lo que me gusta, lo que pienso y sueño... vos verás qué querés hacer con ellas.

No te digo que te las puedes llevar, porque ya están aqui, pero si me podes contar qué pensas vos sobre lo que te escribo. Quiero leerte a vos también. El juego no es obligatorio, pero como la vida, es una adicción a la que estamos destinados.